Capítulo 7 - París

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Nunca había estado sola en París antes. Francois me lo había regalado centímetro a centímetro y le echaba de menos en mis excursiones por los barrios de la ciudad. En cierto modo creo que esperaba encontrármelo detrás de alguna esquina esperando que yo apareciera para sorprenderme con algún plan magnífico. Pero por muchas esquinas que yo doblara él no estaba detrás de ninguna. Ninguno de sus besos se me posaba en los labios de repente, ni sentía el contacto de su piel cuando me cogía la cara entre las manos. A veces me parecía reconocer su modo de andar en algún hombre desaliñado que siempre se perdía entre la multitud. Me empeñaba en seguirle y, durante unos minutos, incluso me sonreía previendo nuestro reencuentro en uno de los grandes bulevares; anticipaba su contacto y el olor a ropa usada y a maquillaje que me llenarían al abrazarle. Planeaba lo primero que le diría: cuánto le había echado de menos, cuánto le había necesitado, cuánto me arrepentía de haberle dejado, cuánta falta me hacía que volviéramos a estar juntos. Pero el hombre se detenía en algún semáforo, m ofrecía su rostro y nunca era el de Francois. Entonces yo tenía que detenerme en la acera y me esforzaba por no llorar. Me deshacía de las frases que nunca podría pronunciar y del olor que debía resignarme a haber perdido para siempre. Del tacto no. Eso lo conservaría por toda la eternidad porque el tacto de Francois había sido el primero en alcanzarme y el último antes de que todas las caricias se convirtiesen en propiedad de Marguerite. De eso ni podía ni quería desprenderme. Era lo que salía a buscar sin saberlo siquiera; y volvía al piso de Jean o al de Marguerite derrotada cada día por no haberlo encontrado.

Las calles de la ciudad se fueron haciendo mías poco a poco. Muy lentamente pero de modo constante iban perdiendo el tinte bohemio que las enseñanzas de mi mimo triste les habían adjudicado. Comer ya no era una aventura, ya no había amigos fantasma que nos librasen de un ataque repentino de hambre. Si me apetecía podía entrar en cualquier restaurante y pedir el plato más caro, pero nunca me apetecía. De la misma forma que el sueño le resultaba absolutamente prescindible, el cuerpo que ocupaba no parecía necesitar ningún sustento. Cuando me alimentaba lo hacía por obligación, para sentirme un poco más parte de la ciudad por la que me movía. Entraba en los locales para sentir el calor o el frío de las personas sentadas a mi alrededor y me gustaba pensar que yo también era normal. Pedía platos que veía disfrutar a mis vecinos de mesa para recordar lo que se sentía siendo como los demás; y pagaba después de haberme tomado un café solo porque era la costumbre. Nadie podría haber imaginado que yo era en realidad un monstruo. La creación aberrante del capricho de otros dos monstruos degenerados.

Me arrastraba por las calles porque o tenía ningún lugar adonde ir. Cuando hacía frío no me molestaba en refugiarme. Me castigaba por la pérdida de todo lo bueno que una vez había tenido: mi familia, Francois y el millón de oportunidades a las que había renunciado al aceptar el trato con la bruja del duende azul y esencia de melocotón.

Uno de los días más grises un mimo nuevo, inexperto, torpe, sin ninguna gracia, me paró para introducirme en su espectáculo. Desde lejos le había visto ejecutar lamentablemente el número de la caja transparente y el de la cuerda invisible. Sin duda se trataba tan solo de un estudiante que trabajaba para los turistas. Antes de abandonar mi casa había leído multitud de historias sobre artistas fracasados a los que la ciudad pagaba para mantener el ambiente que los antiguos escritores y la historia habían creado. Se suponía que los barrios más visitados estaban plagados de estas personas que se ganaban el pan simulando ser algo en cuya consecución habían fracasado. El chico vestido de negro con la cara pintada de blanco al que me había acercado con el único objetivo de pasar a su lado para ignorarle ostentosamente, estaba abocado a convertirse en uno de esos actores de sus propios sueños que a Francois y a mí siempre nos habían parecido tan patéticos. Me sentí ofendida cuando se escurrió como un reptil entre el círculo de turistas ignorantes que le reían las gracias convencidos de estar viviendo la experiencia más auténtica de sus vidas, sólo para detenerme y convertirme en el centro de atención. El guante blanco que me ofreció para conducirme al centro del corro estaba renegrido y raído en las palmas. Yo estaba tensa. Observaba sus movimientos pretendidamente elegantes y las miradas rasgadas de los turistas, que me estudiaban groseramente mientras intentaban decidir si yo formaba parte del equipo o de verdad pasaba por allí por casualidad. El estudiante imitaba los gestos de un caballero y trataba de convertirme en una dama de época. Ejecutaba pasos de danza de forma exageradamente lenta y daba vueltas a mi alrededor exhibiendo una sonrisa supuestamente seductora acompañada de una mirada cándida y suplicante. La mañana se le estaba dando bien. Aún era temprano y ya las monedas tintineaban en una funda de violín colocada muy apropiadamente unos pasos más allá de donde tenía lugar el espectáculo. Intentó besarme en la mejilla y me aparté con repugnancia; entonces afectó un enorme dolor de corazón y una tristeza infinita que despertaron el entusiasmo del público. Algunos me gritaron que le besara. No sabía qué hacer. Si había algo capaz de hacerme vomitar era la idea de besar a la imitación más burda, más vulgar y menos efectiva de Francois. De mi Francois.

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now