Capítulo 2 - Amparo

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A eso de las cinco de la tarde, como siempre, las gentes salían de sus casas y Destierro se llenaba de olor a café con leche y de conversaciones. En las terrazas de bares y cafeterías se arremolinaban antiguas amistades, amistades modernas, familias recién creadas e historias generalmente aburridas que llenaban el tiempo entre la siesta y la hora de la cena. Quien no se animaba a acercarse a la piscina municipal o a hacer un poco de escalada en alguno de los montes que rodeaban el pueblo no tenía otro remedio que abrir el armario, escoger el atuendo de la hora del café y dirigirse a cualquiera de los puntos de reunión.Las charlas eran parecidas en todos ellos y los pocos habitantes, por unas razones o por otras,  se conocían lo bastante para sentarse juntos y pagar las rondas alternativamente. Como en todos los pueblos pequeños existía una especie de aristocracia cuya influencia se extendía también a la disposición de las mesas en las terrazas más populares. Los privilegiados ocupaban un lugar de honor fuera del círculo de familias con niños  pequeños y sillitas aparcadas en cualquier parte. En sus mesas predominaban los refrescos sin burbujas, casi siempre había algún aperitivo y el tono de la conversación solía ser escandalosamente alto sin que nadie llamase la atención de los ocupantes. El rasgo más característico sin embargo era una gran sombrilla cuyo uso nadie parecía requerir excepto ellos.

            Amparo no solía acudir a las citas con sus amigas. Se mantenía ocupada en casa hasta que el sol se había ido y procuraba salir sólo cuando la noche era fresca. El calor la agobiaba, le producía todo tipo de alergias y la luz le dañaba los ojos demasiado claros. Por otra parte casi siempre tenía demasiado trabajo y muy poco tiempo. Las traducciones  y los artículos la mantenían alejada de sus enemigos meteorológicos y de las costumbres locales con las que nunca había estado de acuerdo. Pero aquel día Raquel la había llamado expresamente por teléfono a pesar de que odiaba hacerlo y de que consideraba que convocar a alguien a una reunión en lugar de ser convocada era poco menos que humillante. Tampoco hacía demasiado calor y la tarde se presentaba nubosa. Además, Amparo estaba esperando nuevos encargos y, mientras terminaban de llegar, se aburría soberanamente.

            Salió de casa con tiempo de sobra, pero cuando llegó a la cafetería Raquel ya estaba sentada bajo la sombrilla más descomunal del pueblo. Que no llegara tarde  era tan excepcional como  la llamada telefónica y, si no hubiera sido por la mirada que esgrimía, Amparo se habría preocupado. Desde una mesa cercana y sin sombrilla el clan más renombrado del pueblo las miraba como si hubieran cometido una herejía. Amparo se sentó deliberadamente despacio, reorientó la sombrilla  y les sonrió con sorna. Los otros le devolvieron el saludo con inclinaciones de cabeza y volvieron a sus maquinaciones. El camarero, un ex -compañero de estudios de unos y de otras se acercó divertido.

- Hoy os invito yo, guapísimas.

- Encantadas.

            Habían contestado las dos a la vez y se echaron a reír también al mismo tiempo. A Amparo le pareció que Raquel estaba preciosa, pero no le dijo nada. Esperó a que el camarero se hubiera ido y utilizó el tono más displicente que encontró para preguntar a su amiga por qué la había sacado de casa.

- Espera un momento -contestó- . También he llamado a Luisa.

- ¿En qué lío me vas a meter, Raquel?

            Desde que las conocía la habían convencido para las empresas más absurdas, siempre a instancias de Raquel, que también era la primera en retirarse. Embarcaba a las otras dos en proyectos inverosímiles sólo para aburrirse de ellos apenas iniciados. De alguna manera era siempre Amparo la que se hacía cargo de todo, daba la cara por las otras dos y se llevaba las malas contestaciones. Raquel se las había apañado para dejarla colgada en la sierra cuando Amparo ni siquiera sabía esquíar; para hacerle comprar más sobres de los que jamás habría utilizado de no haber sido articulista, en aras de un negocio que debía haberlas hecho millonarias; para dejarla en ridículo ante todos los hombres de su vida, que gracias a Dios no habían sido muchos, y ante varios desconocidos cuyo recuerdo aún le subía los colores.

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now