Capítulo 3 - París

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Nací en el lugar equivocado. Pasaba por mis días tranquilamente, cumplía con mis obligaciones de forma puntual.  En mi cabeza  no cabía la idea de que la vida pudiera consistir en algo diferente a la sucesión de rutinas prefabricadas, adquiridas e incluso autoimpuestas que era la mía.

        Me levantaba por las mañanas bostezando, con el pelo largo y enredado, me vestía con cuidado, me peinaba, desayunaba lentamente, saboreando la mermelada casera de manzana y membrillo sobre el pan recién tostado, un poco chamuscado y amargo donde se había ennegrecido, y enumeraba sin demasiada pesadumbre todas las cosas que tenía que hacer: ir al instituto, ver a mis amigas, presentar mi trabajo de ciencias. Las cosas que todas las personas  hacían a mi alrededor.

          Hasta que un día fue tomando forma mi obsesión: después de miles de fotografías y de documentales llenos de imágenes que se me hacían ancestrales. Llenos de personas extrañas que se movían sin saberlo apenas entre una marabunta de vehículos, ruidos y más personas que no se veían entre sí. Y fue un paseo desde la estación hasta mi casa en el que extendí la mano izquierda hasta que los dedos se me quedaron rígidos. La lluvia era fuerte, espesa, y las gotas golpeaban tibias contra mi piel. Cuando movía los dedos caía una cascada de agua que yo había retenido. Luego, con la mano relajada observé como las gotas  se escapaban despacio sin que yo pudiera hacer nada, sin prisa, como si alguien hubiera planeado que pasearan por allí antes de estrellarse contra el suelo. Sin embargo había sido yo. Ninguna fuerza externa me había obligado a extender mi mano bajo la lluvia, ni el gesto estaba planeado o formaba parte de ninguna rutina. Recogí el agua por pura casualidad y se estrelló a cámara lenta contra el suelo porque yo, conscientemente, la dejé caer.

          Ahora  vivo aquí, entre todas aquellas personas que, aunque no son las mismas, caminan como si nada hubiese cambiado desde los documentales en blanco y negro hasta el color, un poco más tarde, y por fin las tres dimensiones en las que estoy. Rodeada de París por todas partes, inmersa en todo esto que es gris y que sigue gustándome como cuando no lo conocía, cuando llegué llena de expectativas porque aquel viaje lo había hecho yo contra todo pronóstico, cuando todavía no estaba llena de la certidumbre de desear no haber nacido sino de la duda de por qué lo había hecho, cuando la lluvia me emocionaba y me hacía sentir cálida y dulce. Ahora sólo me empapa y me hace más vulnerable a las enfermedades molestas del invierno.

       Llegué una mañana llena de niebla. Todo me pareció feo, grande, tan terrible como tenía el deber de ser. Al fin y al cabo me había pasado toda la vida entre olores de comida casera, exámenes fáciles de aprobar y edificios que no siempre se alzaban más de cuatro o cinco pisos. La humedad de las calles al alba, el tono gris que tenía todo. Era París al amanecer en una estación vulgar, vacía, donde sólo se oía el sonido de los trenes cambiando de vía, el de otros pocos pasos y los míos inciertos, lentos, secos. Había esperado econtrarme de sopetón con el barullo de aquellas secuencias tan bien narradas por voces en of; y aquel silencio se volvió sepulcral al compararlo con los miles de ruidos de mi pueblo pequeño. Me puse a echarlo todo de menos y hasta me costaba caminar hacia la salida de la estación, tan larga que parecía no ir a acabarse nunca. Tuve que recordarme que aquella había sido mi elección, que mis amigos me habían animado a marcharme tratando de ocultar un poco de envidia y que mis padres estaban orgullosos de mí por haber dado un paso tan importante. Las fotografías en blanco y negro que había estado coleccionando me dieron el valor que me faltaba y conseguí no ver amenazas en las miradas aburridas de los guardias de seguridad de la puerta. Me las arreglé para encontrar un taxi a esas horas y le di la dirección de una pensión que mi profesora de francés me había recomendado.

          Ahora reconozco los sonidos de la ciudad que ya nunca me parece muerta, me he acostumbrado a que las paredes encierren sus historias y a que la gente pasee por las calles como si no se apercibiese de nada. Ahora les miro y sonrío porque sé que no es cierto, que algunos guardan una mirada de reojo que reservan para personas como yo. Tuve tanta suerte de que Francoise me encontara que hasta me da un poco de vergüenza. Paseaba con unos conocidos que me habían asaltado en los Jardines del Luxemburgo aquella misma mañana. Me llevaban a cenar al Barrio Latino; se habían propuesto enseñarme todo lo que había que ver en París. Llevaban allí una semana y se comportaban como si lo supieran todo; como yo no sabía nada nos entendíamos bien. Me cuidaban, me mimaban mucho y yo les dejaba hacer. Estaba bien sentirse arropada como si no hubiera salido de casa.

Lugares equivocadosTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang