Capítulo 1 - Inés

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Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Inés Duarte tenía un propósito. Se había levantado con un poco de angustia oprimiéndole el pecho y con mucha ansiedad concentrada en las articulaciones en lugar de con la sensación de estar hundiéndose en otro de los días de su vida. Mientras se lavaba la cara se veía entrando en el edificio acristalado, dándole los buenos días a un portero que nunca se los devolvía, pulsando el botón del sexto piso en un ascensor moderno y limpio que no compartía con nadie porque ella siempre llegaba pronto, abriendo la puerta de la oficina con una llave que le habían dado mucho antes de cumplir el periodo de prueba, encendiendo las luces, los ordenadores, desactivando el contestador automático y llegando a su mesa, ordenada y pulcra como si nadie trabajara en ella. Mientras se acercaba la toalla al cuello se dio cuenta de que no. Por primera vez no iba a ser así,. Ya había llamado a la oficina para decir que no iría a trabajar; incluso se había permitido el lujo de mentir y decirle a la compañera que había cogido el teléfono que estaba enferma. Era Rebeca, la había reconocido por la voz y casi podía asegurar que se había rascado la nariz con la mano derecha mientras sostenía el auricular entre el hombro y aquella cara tan enorme. Eso suponía que, en cuanto había colgado, le había pasado una nota a Rosa o a Amelia y que las tres habrían comentado la rareza del asunto, se habrían acercado a la máquina de café o al cuarto de baño y habrían dicho al menos una decena de veces que no se lo podían creer. El rumor les duraría hasta el primer descanso, hasta que alguien del segundo piso llegase con una noticia de mayor relevancia, algo como que el director de sistemas era definitivamente homosexual, o que la secretaria del departamento de administración había vuelto a aparecer con aquel escote tan escandaloso. A Inés Duarte, secretaria también, le importaba poco lo que se pudiera decir de ella en la oficina. Lo único relevante aquella mañana era que, también por primera vez, estaba engañando a su marido.

            Las estaciones vacías, como cascarones de huevo abandonados, se sucedían ante los ojos estáticos de Inés Duarte. Los viajeros habían ido desapareciendo poco a poco, cada uno en una parada diferente, como si el tren los despidiese mediante algún movimiento estomacal brusco. Ninguno había reparado en ella, como siempre. Y eso era precisamente lo que iba a cambiar. No había sido así en Silencio. Desde que recordaba siempre se las había arreglado para ser el centro de atención, pero eso se había perdido en Imperio. Se la habían comido las multitudes, las opciones, los colores apagados y el descubrimiento tardío pero indiscutible de que nadie la conocía ni estaba interesado en conocerla. En Imperio se trataba de producir. Eso le había dicho su primer jefe, un amigo de su madre que había emigrado mucho antes que Inés Duarte y que había tenido éxito. Estaba sentado detrás de un gran escritorio lacado en negro cuando se lo dijo. La miraba a través del humo de un cigarro habano, con los ojos entrecerrados y los labios resecos moviéndose despacio.

- Esta es una compañía seria. Somos los mejores y sólo contratamos a los mejores. Espero que seas de verdad la hija de tu madre y sepas estar a la altura.

            Mientras hablaba no cerró los ojos para parpadear. Continuó mirándola más allá del humo, cada vez más espeso, que Inés tenía que esforzarse en no apartar con la mano. Hasta que después de un silencio prolongado, la despidió.

            Se trataba de ser productiva, rubia y lo suficientemente vulgar. Los otros adjetivos se los había ido dando la experiencia. Eran las mujeres un poco mayores que ella, generalmente rubias y siempre con los pechos más abultados las que salían de algunos despachos arreglándose el vestido o colocándose algún mechón rebelde. eran ellas también las que desaparecían de la oficina de la noche a la mañana gracias a algún ascenso o, si no había habido suerte, despedidas.

            Como Vanesa. Vanesa fue su primera y única amiga en el trabajo. habían entrado en la empresa prácticamente a la vez, aunque por méritos completamente distintos. frente a la recomendación materna de Inés, Vanesa oponía unas piernas interminables y una boca siempre roja que sabía fruncir o estirar según le conviniera. No había competencia posible. Inés Duarte hacía su trabajo con eficacia, sin ninguna pasión, y Vanesa jugaba a hacerse la ingenua. Inés la observaba caminar, estudiaba su ropa, sus movimientos, sus gestos. estaba fascinada por aquella especie de mujeres tan diferentes a ella. A veces, en casa, imitaba a Vanesa delante del espejo del baño. Era como imitar a una actriz de cine o a una cantante de éxito. Tan irreal.

            En pocas semanas, las piernas de Vanesa pasaron de esconderse bajo una mesa insignificante, equipada apenas con una máquina de escribir antigua, a disponer de un ordenador y un interfono. Las dos compartían aún los descansos e Inés incluso fue advertida de que le convenía mantenerse alerta para no caer en aquel juego tan sucio.

- Nos utilizan, no creas que no lo sé. Todo esto me da asco: las minifaldas, los tacones, el maquillaje y tener que hacerme la tonta. Pero necesito el dinero. No te imaginas la suerte que tienes.

            Nunca dijo para qué necesitaba el dinero, e Inés se entretuvo durante un tiempo en imaginar que tenía un hijo de soltera o una madre enferma. Hasta que alguien en la oficina llegó una mañana y le descubrió que el dinero de Vanesa se le iba en un ex marido drogadicto. Poco después desapareció de la oficina sin dejar siquiera un número de teléfono. Salió del despacho del amigo de la madre de Inés, recogió su bolso, apagó el ordenador, miró a su compañera y se encogió de hombros. A pesar de las charlas junto a la salida de incendios no volvió a saber nada de ella.

Lugares equivocadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora