Capítulo 2 - Amparo

281 4 0
                                    

 En la escuela a Amparo le decían que había nacido con complejo de triunfadora. Soberbia, la llamaban. Debía de llevarlo escrito en alguna parte de su anatomía, en uno de esos lugares recónditos que sólo conocen las madres. Como las marcas de nacimiento que se heredan de generación en generación, o el yogur favorito o el coletero que más se enreda. Pero la madre de Amparo no era una madre normal, eso estaba muy claro. Las madres normales no decían que sus hijas no tenían que haber nacido, que si lo habían hecho había sido por pura cabezonería. Las  madres normales hablaban de lo echados para adelante que eran sus niños, no gritaban que estarían mejor sin ellos colgados de sus faldas a todas horas. Las demás madres, las que sí eran normales, sonreían cuando alguien encontraba que sus hijos se les parecían,; y no acusaban a sus hijas de ser la viva imagen de un padre del que no se sabe nada.

            En la escuela el padre de Amparo tenía nombre de marino con uniforme blanco. Se llamaba Cristóbal era alto, pelirrojo, pecoso y muy divertido. Se parecía un poco al padre de Adelaida, pero no iba  a recogerla a la escuela porque tenía que navegar por los siete mares para impedir La Guerra. Así se lo contaba Amparo a todas las otras niñas de su clase. Sobre todo a Raquel y a Luisa, que la escuchaban más que las otras.

- Pero viene por las Navidades y me llama por teléfono en mi cumple.

            Cristóbal escribía cartas larguísimas a su hija y no se las mandaba por correo sino en botellas de cristal verde taponadas con corchos. Como era marino de la Armada se sabía las mareas de memoria y las cartas llegaban siempre a tiempo. Bueno no, a veces se retrasaban un poco y entonces ella se preocupaba por si su padre estaba enfermo. Pero al final siempre encontraba una botella con corcho y unas hojas enrolladas dentro. Y las cosas volvían a su cauce.

- Pues mi madre dice que no tienes padre.

- Eso es una tontería. Todo el mundo tiene padre y madre.

            En la escuela Amparo no soportaba las tonterías y dejaba a sus compañeras de clase plantadas donde estuvieran después de haberles sacado convenientemente la lengua. Pues claro que tenía un padre. Como todo el mundo. Si no su madre no diría que era una cabezona como él. Y a ver de donde había sacado ella los rizos anaranjados y las pecas, porque su madre era morena como un tizón, eso estaba a la vista.

            A veces, sobre todo en su cumpleaños y en Navidad no lo tenía tan claro. Su padre seguía desaparecido por los siete mares o por donde fuese, de La Guerra no se sabía nada y a su madre era mejor no preguntarle. Pero aunque Cristóbal siguiera ausente con su uniforme blanco y sus juegos tan divertidos, siempre había llamada telefónica a mediados de Marzo y siempre había una torre de regalos el veinticinco de Diciembre.

- ¿Sabes lo que me ha dicho la sicóloga?

            Amparo había estado esperando a su madre en uno de los pasillos del colegio con el corazón en un puño. Sus notas eran tan buenas como siempre, se llevaba bien con casi todo el mundo (hasta con Adelaida) y no la habían castigado ni una sola vez en todo el curso.

- Te estoy hablando.

- Ya.

- Pues contesta, que parece que te gusta que te griten.

            La madre de Amparo fumaba y caminaba demasiado rápido para la niña, casi la arrastraba tras de sí. Los hombres la miraban con una mezcla de reprobación y deseo. Era la mujer que casi todos se llevarían a la cama para sudar con ella y ducharse inmediatamente después porque habían encontrado algo desagradable, perturbador, en su olor. La niña les daba lástima, miedo y asco. La imaginaban subida en unas plataformas de charol rojo como las de su madre, haciendo hombres a sus hijos y cargándoles con una caterva de críos que podrían ser de cualquiera. Y la deseaban con la misma intensidad que a su madre. Para ellos no era más que carne fresca enfundada en unas mallas diminutas de algodón azul y una camiseta de tirantes amarilla. En unos años sus mujeres se habrían convertido en viejas bolsas demasiado usadas, incluso la mujer morena que fumaba detrás de las gafas de sol y que arrastraba a su hija habría perdido lustre; pero sus hijos y sobrinos se estarían rifando a la pelirroja caliente. La vida distaba mucho de ser justa.

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now