Capítulo 10 - María

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María había estado peleándose con fantasmas desde que decidió continuar con el manuscrito. Primero había sido su padre. Se le había aparecido mientras escribía las primeras páginas. Salió de detrás del montón de escombros. Caminaba con mucho esfuerzo, como si la muerte no le hubiera liberado de las cargas que había llevado en vida. La primera vez sólo la había mirado desde lejos, con los ojos entornados y un rictus de disgusto. A María no le sorprendió la aparición. Le ignoró porque ya sabía que se había puesto definitivamente en su contra y continuó escribiendo. Pero las cosas no terminaron allí. Su padre volvió una segunda vez, demacrado y pálido como le recordaba, arrastrando sus malestares y quejándose. María estaba preparando algo de comer y se sobresaltó. Los gemidos le parecieron como de gato, pero sintió frío en el cuello, como unos dedos helados que la rozaran y se dio la vuelta. Allí estaba su padre, más enfermo que nunca. Quiso volver a ignorarlo, pero el espíritu no se lo permitía. Le apagaba los fuegos, le cambiaba las cosas de sitio y no dejaba de transmitirle aquel frío que se le quedaba en los huesos y la hacía sentir como si ella también estuviera muerta.

            La tercera vez,  María oyó una risa infantil y cantarina antes de ver la figura de su padre. Le costó reconocerla. Ya no le costaba andar, ni tenía mal aspecto. Para ser un muerto, pensó María, parecía gozar de mejor salud que en toda su vida. Se le quedó mirando mientras se le acercaba en silencio, mucho más corpóreo que las otras dos veces, más real. Le miraba como quien mira un objeto exótico en un escaparate, hasta que se acercó lo bastante y distinguió la expresión de ira en su rostro y se asustó. Entonces, cuando el fantasma estuvo seguro de tener a María donde la quería, le habló.

- Tú no eres mi hija.

            María retrocedió aterrada. No la asustaba el espíritu, sino lo que pudiera decirle. Seguía mirándole y rezaba aunque hacía años que no lo había hecho. Rezaba para que su padre se fuese de su casa y no volviese más, o para que se callase, o para que volviese a convertirse en el padre que ella conocía.

-  Me das asco, María.            

            María dejó de tener conciencia de nada que no fuese aquel padre joven y fuerte que la odiaba. Ya no era mujer con canas, sino una niña de quince años que no sabía en qué se había equivocado aquella vez, que lo único que quería era que todo terminase para marcharse de allí y olvidarlo. Tenía los ojos abiertos como platos y sentía los latidos de su corazón en los lóbulos de las orejas. Entonces, cuando más asustada estaba, la risa volvió a sonar. Llegaba desde detrás de su padre. Y Ana apareció como de la nada, sonriendo y agitando sus rizos rubios en un gesto de felicidad absoluta.

- Papá te odia, María. Te odia por haberme matado.

 Y María reaccionó.

- Yo no te maté.

            Ana, que había aparecido a los seis años, vestida como una muñequita de porcelana, blanca y perfecta, arrugó la nariz y apuntó a su hermana con el dedo índice de la mano izquierda. Con la derecha se agarraba al faldón de la chaqueta de su padre.

- No seas mentirosa, María. Yo le dije a papá lo que pasó. Tú sabes muy bien que tú me mataste. ¿Verdad papá?

- Claro que sí, cariño. Tu hermana es mala y vamos a castigarla.

            Ana daba saltitos y batía palmas como si acabasen de prometerle un helado. Cuando se le pasó el primer estallido de ilusión volvió a agarrarse de la chaqueta y empezó a jugar con sus bucles rubios. Los ojos negros brillaban como brasas.

- ¿Y qué le vamos a hacer, papi?

- Lo que tú quieras, cielo.

- Le vamos a decir a todo el mundo lo mala que es, y les vamos a contar todo lo que nos ha hecho, para que no la quieran.

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