Capítulo 5 - París (II)

142 1 0
                                    

Jean no apareció aquella mañana. Tras la media hora que Marguerite había pronosticado sonó el timbre de la puerta y me dijo que fuera a abrirla. No quise hacerlo; me parecía una bajeza prestarme a realizar una labor tan prosaica cuando se suponía que aquel hombre estaba rabiando por verme. Marguerite me amenazó y no tuve más remedio que hacela caso. Nunca me había sentido más humillada, tenía los ojos rebosantes de lágrimas y el pecho encogido del esfuerzo por no llorar. El timbre no sonó una segunda vez, así que espié por la mirilla pensando que Jean era muy paciente. Eso me gustaba. Le imaginaba altísimo, rubio y con los ojos dulces de enamorado. El hombre que vi antes de abrir la puerta me aterrorizó. Afortunadamente me di cuenta de que no podía ser quien estábamos esperando: vestía uniforme. Me costó reconocerle porque la noche anterior no había visto del chófer de Marguerite más que la gorra de plato y las hombreras de su chaqueta azul marino. Tras la puerta me sorprendió un rostro rígido, apergaminado   , macilento, que no mostraba ninguna expresión. Podría haber sido una estatua de cera colocada por algún bromista. Sujetaba la gorra con ambas manos a la altura de las caderas y ni siquiera pude percibir que respirase. Tenía el pelo crespo aplastado a duras penas con gomina y las orejas cubiertas de manchas marrones y granates. No pestañeó ni una sola vez. Desde su cuarto Marguerite me apremiaba para que abriera la puerta de una vez.

- Y hazle caso al chófer. Él sabe lo que hay que hacer.

            Abrí la puerta despacio. Aunque se hubiera correspondido con la escena no sonó ningún chirrido siniestro. El chófer se hizo a un lado para dejarme salir. Se había movido con una presteza sorprendente y sin un rasgo de servilismo. Tampoco despegó los labios. Bajó las escaleras manteniendo siempre una distancia de dos escalones por detrás de mi y cuando llegó el momento me abrió la portezuela trasera del coche y esperó a que entrara para cerrarla. Cuando terminé de acomodarme en mi asiento él ya se había colocado detrás del volante sin darme oportunidad de agradecerle el gesto. Nadie me había tratado antes con tanta cortesía, ni con tanta indiferencia. No dijo  una sola palabra en todo el trayecto. Ni siquiera contestó a mis preguntas.

          Jean vivía en un ático muy pequeño, casi vacío. Yo habría colocado cuadros con animalitos en las paredes, jarrones con flores frscas por todas partes y habría mantenido las ventanas abiertas todo el día: dejaban ver la cabeza de París, chimeneas y tejados de colorines que parecían puzles para niños pequeños. Me habría entretenido en formar figuritas divertidas y en encontrarles formas graciosas a las nubes. Pero no me dejó hacer nada de eso; echó las cortinas grises y se me acercó sin decir nada que no fuese mi nombre nuevo. Sonaba bonito cuando él lo decía, más bonito de lo que era en realidad. Me sorprendí y temblé un poco cuando me besó. Era caliente y húmedo; sofocante como deben de ser los abrazos de los pulpos. A veces había imaginado como sería que me besaran así, pero nunca  había sucedido y no sabía lo que tenía que hacer. Quería mostrarme apasionada, pero y me daba vergüenza estar allí. Tampoco podría haber actuado de forma diferente: Jean me apretaba los brazos contra el cuerpo y se inclinaba sobre mí con tanta fuerza que me dolía el cuello. Los dos teníamos los ojos abiertos y los suyos parecían buscar algún defecto en mi rostro. Me sentí satisfecha de que no pudiera encontrarlo. Yo era perfecta y él tendría que rendirse a mi perfección. De repente dejó de besarme, me levantó en volandas y me tendió sobre la cama. Sabía lo que iba a pasar porque mis compañeras de clase no hablaban de otra cosa y yo había escuchado todas sus conversaciones con una mezcla de curiosidad, placer, asco y miedo. Hasta me había entretenido eligiendo el escenario y el guión. El miedo desapareció pronto. Jean me desnudó con la habilidad de miles de veces y me sentí aliviada por no tener que participar. Cerré los ojos mientras lo hacía con delicadeza, como si fuese un ritual en el que la única protagonista era yo. Me gustaba el sentimiento de exclusividad a pesar de que siguiera susurrando un nombre queno era el mío. Sentía como lo que acariciaba por todas partes sí era mi cuerpo, después la carga del suyo y luego nada. No sentía nada, sólo sus desplazamientos y como me desplazaba a mí. Supe que en otra habitación ella estaba sonriendo mientras acariciaba su propia carne muerta.

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now