Capítulo 4 - María

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Al cartero no le gustaba entregar paquetes en mano. Aunque la costumbre de dar propinas no se hubiera extinguido por sí misma, el reglamento la había prohibido, el clima de Resignación seguía tan desapacible aún en pleno verano y los vecinos tn poco dados a simpatías superfluas. Javier Morales había escogido su profesión basándose en los consejos de su madre, que le hablaba continuamente de las ventajas de un empleo fijo de por vida, de una pensión garantizada y de otras cosas menos importantes pero que quedaban bien en la estampa de futuro confortable que la señora había creado. De lo que su madre no le había hablado nunca era de las caminatas diarias sin importar que nevase, lloviese o el calor fuese insoportable. Y Javier no había pensado en ello porque, entre otras cosas, se caracterizaba por su falta de imaginación.

La calle de Peña Grana estaba en las afueras, en un barrio pobre que la emigración había ido vaciando. El alcalde se había olvidado de que los pocos vecinos que quedaban también tenían derecho al voto y las calles del barrio Castillos se habían librado del engorro de ser asfaltadas a toda prisa para llegar a tiempo a las elecciones. Las cuatro casas habitadas y los caminos llenos de piedras sueltas, hierbajos y barro de la tormenta de la noche anterior, constituían un paraje desolador. Por televisión pasaban de vez en cuando documentales sobre la vida en barrios de chabolas, o en pueblos perdidos del tercer mundo; pero Javier nunca se había parado a pensar que en su propio pueblo hubiera quien sobreviviese entre los escombros de aquella manera. Recién construido había sido casi señorial, pero se había convertido en el escenario perfecto para una película de asesinos en serie. Incluso el silencio daba miedo.

El cartero avanzaba a trompicones tratando de evitar los charcos y las baldosas sueltas en los trozos en los que había acera; pero ni aún así se libró de un buen par de salpicaduras que le pusieron los pantalones y hasta la parte más baja de la corbata perdidos. Las gotas de agua sucia salpicaron también el paquete que debía entregar a María. Sacudió el sobre marrón sin éxito. Si acaso las manchas se habían extendido aún más. Una de ellas, más antigua, emborronaba el primer dígito del código postal

El número diez ofrecía un aspecto miserable. De la puerta colgaba una aldaba herrumbrosa, las ventanas estaban enrejadas y cerradas a cal y canto. No habría sorprendido que estuviesen cegadas con tablones atravesados de mala manera y clavados a las paredes desconchadas. Javier buscó un timbre inexistente para descubrir un agujero redondo del que salían cables pelados. Se rascó la cabeza y miró de nuevo la dirección antes de golpear la puerta despintada con los nudillos.  Echaba de menos un poco de humanidad: los bordes de las ventanas mal pintados de blanco o de verde agua, geranios, ropa colgada; cualquier cosa que confirmara que allí dentro  vivía una persona normal.

María salió a abrir enseguida. Vestía de luto riguroso, tenía el pelo gris amarillento y la tez pálida como la de un muerto. Ya no era joven, pero sin duda no aparentaría tantos años si se quitara los ropajes negros  y las medias tupidas. También podría cambiar el moño bajo por algo más actual. Todo eso podría habérsele ocurrido al cartero, pero lo único que hizo fue dar un paso atrás y poner cara de bobo. Antes de salir de la oficina su jefe le había estado hablando de María Peñafiel, pero nada de lo que había oído le había preparado para lo que efectivamente encontró.

Se suponía que el paquete había que entregárselo a una mujer mayor, solitaria, un poco desquiciada. A todos les había sorprendido porque el apartado de correos no había sido utilizado desde hacía años y su dueña no había pasado por la oficina desde hacía aún más tiempo. El alquiles se pagaba puntualmente mediante domiciliación de pagos y, aunque todos se preguntaban de donde salía el dinero, nadie hacía verdadero caso. Mientras apuntaba la dirección a la que el apartado correspondía en el propio sobre, su jefe se disculpó ante Javier por el encargo. Por lo visto había una cláusula especial en el contrato y todo el correo de la señora Peñafiel debía entregarse a domicilio.

- Ya sé que no es el mejor día para una caminata, pero las normas son las normas.

- No pasa nada, Luis. Si hay que ir, se va. Ya sabes que yo no le hago ascos al trabajo.

- Sí, ya lo sé. Pero esto es especial. Ándate con ojo.

- No digas bobadas. ¿A estas alturas me vas a enseñar a hacer una entrega?

- De esta mujer se ha dicho de todo. Ya se sabe que la gente habla sin saber, pero cuando el río suena... Dicen que su hermana pequeña murió por su culpa. Luego su padre, que estaba enfermo, y luego los ancianos que cuidaba.

- No te preocupes, iré con el chaleco antibalas.

- No es broma, Javi. Ten cuidado. Si no estaba loca antes seguro que se ha vuelto después de tantos años sin salir.

- Vale ya, hombre. Y dame eso que me van a dar las uvas.

            A Luis le había faltado tratar de convencerle de que María era en realidad un muerto viviente, o un vampiro de grandes ojeras que se alimentaba de sangre humana para mantener su aspecto de mujer y que dormía en un ataúd porque en realidad estaba muerta. Le había faltado intentarlo con alguna de historia de ese estilo; y si lo hubiera hecho habría aceptado. Aquella mujer tenía toda la pinta de estar completamente desequilibrada, de ser más vieja que cualquier persona viva que él conociera y de que los suministros de sangre locales escaseaban. Si su madre no le hubiera educado tan bien y no le hubiera inculcado el miedo a quedarse sin pensión en lugar del terror a ser devorado por un ser de ultratumba el cartero habría echado a correr. Pero la madre de Javier tenía aún menos imaginación que su hijo y, a diferencia de este, no acostumbraba a ver la televisión; así que María se recolocó un mechón de pelo ante los ojos del repartidor. Como el hombre no se arrancaba a hablar le preguntó a qué había ido allí y el otro le entregó el paquete. Ella firmó el resguardo y cerró la puerta. Javier se dio la media vuelta despacio y se tropezó con todas las piedras del camino mientras trataba de hilar la historia que les contaría a los demás en la oficina.

            María leyó el manuscrito de Amparo de un tirón. A cada frase se recolocaba el pelo, el delantal, los pliegues de la falda, las gafas sobre la nariz. Donde Amparo hablaba apenas de una niña vulgar con sueños, María veía a otra niña, una que conocía muy bien, para la que todo era poco, a la que los desayunos preparados con el mayor cuidado sólo servían para hacer torres de migajas; que no se iba del pueblo en el que vivía para crecer sino para abandonar a su familia, que la molestaba, que no estaba a la altura de sus expectativas ni de sus capacidades; que se había decepcionado tontamente por la supuesta fealdad de paría pero que lo había conquistado a golpe de pucheros hasta convertirlo en su reino y que ahora se lo echaba en cara a ella, a María que había renunciado a sus sueños y había cuidado toda la vida de su padre enfermo. Y ahora ese padre ya no estaba enfermo, sino que era joven y la traicionaba con la que siempre había sido su hija favorita, y la sacaba a pasear, la convertía en una diosa, lo ponía todo a sus pies y la llamaba nenita. No como a maría, que durante toda la enfermedad no había oído más que gruñidos y exigencias. Como si quisieran decirle que sus cuidados no habían servido más que para prolongar un infierno y que tras su muerte, el padre convertido en mimo callejero por fin era feliz y disfrutaba de una vida junto a la hija pequeña, a la que siempre quiso más. Pero aquel padre era falso, el de verdad sólo protestaba, demandaba, jamás daba las gracias, siempre estaba de mal humor y no sabía pronunciar palabras amables. Y si había algo que no fuese eso era un aventurero.

- Ahí no me engañas, Anita. Puede que lo demás hubiera sucedido así, pero a papá no le conocías.

            Cuando llegó al personaje de Marguerite reconoció a su madre muerta y dejó de leer. Podía soportarlo todo, pero no que le robaran a su madre. Podía seguirle el juego al fantasma de su hermana y tomar el papel de María la malvada, pero su madre debía quedar fuera de todo aquello. Por eso dejó las hojas en la mesa de la cocina y salió de la habitación. De momento sólo caminó arriba y abajo por el pasillo sin darse cuenta de que hacía calor, tanto calor que la oscuridad parecía pesar a su alrededor. Cuando se decidió dejó el pasillo atrás y se dirigió al salón. No le parecía mediodía, estaba cansada como al final de una jornada de trabajo. Como cuando tenía que levantar a los ancianos de las camas y lavarles, o perseguirles por sus casas porque se empeñaban en escaparse. Como cuando todavía era joven y tenía de qué cansarse.

Lugares equivocadosWhere stories live. Discover now