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Actualidad.

El día de mi graduación ha llegado.

No más universidad, no más exámenes, no más estudios, no más proyectos, no más profesores, no más madrugar y un montón de fiesta, alcohol y diversión.

Y la cámara de fotos de mi amada madre.

—Venga, Raoul, ponte ya los mocasines —me pide por sexta vez en los últimos tres minutos.

Lo juro. Dos veces por minuto.

—¿Qué tienen de malo mis deportivas? —pregunto enfurruñado.

—No vas a ir hecho un desastre a tu graduación.

Eso ni siquiera es un argumento. Sin embargo, que tenga otro el valor para llevarle la contraria a mi madre en una discusión. Ruedo los ojos y me rindo sin haberlo intentado siquiera.

—Está bien, pero luego no vale que me vengas con que soy el más guapo de la clase me ponga lo que me ponga.

—Si quieres que sea totalmente sincera, esa toga te queda de pena —responde, como si nada.

Menos mal que en esta familia madre sólo hay una, porque dos como esta me hundirían la vida.

Una vez en mi habitación, cojo los mocasines negros de debajo de la cama y me despido de mis deportivas. Literalmente, les doy un beso y les digo adiós.

Este par de zapatos es la cosa más incómoda que me he puesto en los pies. No es que me haya puesto tantas cosas incómodas en los pies como para poder compararlos, pero una vez pisé una chincheta en el colegio y estuve todo el día pinchándome porque no sabía qué puñetas pasaba. Bien, pues si me dieran a elegir (quién tuviera esa suerte), me quedaría con la chincheta.

Doy un par de pasos por el suelo de mi habitación y me miro al espejo que cuelga en el interior de mi armario. Mientras me digo mentalmente que este conjunto de ropa es una imposición del capitalismo y que estoy perdiendo toda mi esencia, me fijo en la otra puerta del ropero, que estoy bastante seguro de que cerré la última vez que me miré esta mañana, y como no creo en los espíritus, también estoy bastante seguro de que se trata de Maday, que siempre está jugando al escondite conmigo, lo sepa yo o no.

—Anda... Me pregunto quién habrá abierto la puerta del armario... —sobreactúo, entrando en su juego. A veces me pregunto quién de los dos se lo pasa mejor—. ¿Habrá un fantasma por aquí? O, tal vez...

Me acerco poco a poco al ropero cuando su risa estalla dentro de él. Sin embargo, para no arruinarle el juego, hago como si no hubiera oído nada y continúo caminando en dirección al mueble. Cuando aún ni siquiera extiendo la mano, Maday sale de su escondite de un salto y grita «BÚ», a lo que yo exclamo «OH, DIOS» y, acto seguido, me tiro de espaldas a la cama y ella se lanza sobre mí.

Antes de que se me llene la ropa de arrugas y mi madre decida echarme de casa por ello, la cojo en brazos y retomo la compostura.

La miro fijamente un momento, sólo porque después de cinco años, sigue asombrándome el parecido que tiene con su madre.

—Eh, pequeñaja —le digo—, ¿vas a venir a ver cómo tu tío favorito del mundo recoge hoy su diploma?

—Eres mi único tito, Raoul.

—Exacto.

Maday se encoge de hombros con tal exasperación que no puedo evitar echarme a reír antes de acercármela a la cara para besarle la mejilla mil veces. Rompe en carcajadas y yo me uno a ella, porque tiene una risa realmente contagiosa. Finalmente, la dejo en el suelo tras un último beso y observo cómo sale de mi dormitorio. Yo me arreglo el cuello de mi toga de graduación. Joder, es tan bonita... La toga no, Maday. Cada vez que pienso que podría no haberla conocido nunca, se me viene el mundo encima.

WAVESWhere stories live. Discover now