SETZE

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Seis años antes.

Hemos tenido mucha suerte ahí dentro. Benditas sean la limpiadora y la capacidad de Agoney para librarse de las peores situaciones posibles. Y bendito sea hasta el capitán por ponernos semejante castigo y dejarme estar tan cerca de él.

Tiene todo lo que no sabía que necesitaba en mi vida. Es divertido, siempre tiene algo de lo que hablar, sonríe todo el tiempo y parece que disfruta de mi compañía. ¿Qué más podría pedir?

—Guau, esa mujer estaba muy cabreada —dice.

Estamos andando por el pasillo de vuelta a la sala común, ya que en un rato nos dejarán salir a explorar una ciudad nueva. También porque la cocinera al volver y ver la que habíamos montado nos ha echado de allí como a dos ratas. Los platos no sé cómo de limpios han quedado, pero el suelo está hecho una patena.

—Bueno, no ha sido para menos —le respondo.

Se ríe levemente y me mira de reojo. Sentir su mirada hace que sienta un leve cosquilleo en las mejillas.

—Me gustas más desde que hablas como si yo no fuera a comerte —confiesa, tan ancho.

Estoy a punto de pararme a preguntar a qué se refiere exactamente, pero antes de que pueda hacerlo, echo un vistazo a la camiseta que olvidó ayer en la piscina y que lleva ahora enrollada en el brazo.

—¿Mickey Mouse? —pregunto—. ¿Cuántos años tienes?

Lleno de orgullo, coge la camiseta y la abre en mis narices.

—¿Qué problema tienes tú con Mickey?

—Joder, venga ya. Es un ratón con miedo a los ratones. ¿Es que no has visto ese episodio?

—Si te metes con él, te metes conmigo, muchacho. Ándate con cuidado.

Me sonríe con una ceja arcada sin decir nada más, porque llegamos a donde todo el mundo nos espera. Por sorpresa, Agoney se despide de mí agarrándome la mano y dándome un suave apretón.

Vuelvo con mi familia con una sonrisa de oreja a oreja y, en medio de todo el mundo, me paro a pensar en que somos posiblemente los más normales de entre toda esta gente, aunque tampoco como para tirar cohetes.

En un abrir y cerrar de ojos, estamos pisando la tierra firme de Nápoles.

La brisa cálida nos da en la cara mientras la guía del viaje saca una bandera celeste y comienza a alejarse, seguida por un montón de extranjeros deseosos de ver lo que les tiene que enseñar. Es una imagen un tanto incómoda de ver.

Por nuestra parte, la de los Vázquez, nos dispersamos del grupo para investigar por nuestra propia cuenta.

—Álvaro, ¿qué es ese anillo que llevas en el dedo? —Mamá lanza la primera granada.

No me había dado cuenta, pero sí, mi hermano mayor se ha puesto el anillo de compromiso en el dedo donde se ponen los anillos de compromiso, con dos cojones.

Álvaro, que está haciendo una foto al puerto de Nápoles con el móvil, hace como que no la ha oído y parece funcionar. Mi madre lo deja estar y acelera el ritmo un poco para colocarse a la altura de papá, que ya está varios metros por delante de nosotros en busca de un lugar donde probar comida nativa de esta ciudad.

A papá le gusta pensar que en cada esquina hay un plato tradicional diferente y a ninguno de nosotros le apetece hacer añicos sus sueños e ilusiones.

Yo espero a mi hermano, que empieza a caminar en mi dirección. Al contrario que papá, él no parece tener nada de apetito.

—¿Qué te pasa? —le pregunto en voz baja, aunque mis padres estén bastante lejos.

WAVESWhere stories live. Discover now