VINT-I-TRES

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Actualidad.

Es la segunda fase de pruebas y el procedimiento de por la mañana es el mismo que el de la primera: Mireya viene a casa para recogerme y todos desayunamos juntos. Aunque, primero, cojo a Maday como un saco y me la echo al hombro de camino a la cocina.

Sus carcajadas son mis mejores buenos días.

Cuando entro, Mireya le está poniendo de comer a Dan y Álvaro está preparándole un tazón de cereales a Maday. Mi desayuno no lo está preparando nadie, pero no es algo que me sorprenda en esta casa.

—Buenos días —saluda mi hermano.

—¡Papá, ayúdame! —exclama Maday que cuelga boca abajo en mi espalda.

Yo me río y Álvaro se acerca a nosotros deprisa, siguiéndole el juego a la pequeña.

—¡Suéltala, monstruo!

Con cuidado y entre risas, termino por dejar que se deslice desde mi hombro hasta el regazo de Álvaro, que la levanta en brazos y empieza a cantar victoria.

Mireya contempla toda la escena riéndose desde la mesa. Cuando me siento con ella, me besa la mejilla.

—¿Nervioso? —pregunta.

—Bastante menos que la primera vez.

—Os va a ir igual de bien —añade mi hermano.

Agarro un plátano del frutero y me lo como despacio, sin demasiado apetito.

Y así porque sí, de golpe y sin venir a cuento, empiezo a sentirme pesado, cansado y vacío.

Me obligo a mí mismo a pensar en algo que me distraiga y no me hunda más aún, como hago cada vez que me pasa esto, y me sorprendo a mí mismo pensando en Óliver y en que hoy ya no lo veré en la prueba.

Es algo de lo que estuvimos hablando la última vez que quedamos, hará tres noches o así. Una charla post-polvo.

El caso es que ya no va a examinarme más, por eso le pareció buena idea intentar ligar conmigo. De lo contrario, asegura que nunca se le habría pasado por la cabeza. Lo cierto es que yo ni siquiera me planteé que me estuviera viendo por las noches con mi jefe o mi examinador. Para mí sólo es Óliver, con o sin uniforme, con o sin un cigarro en la boca. No me gusta que fume, pero verlo fumar es una puta fantasía.

—Mireya, ¿quieres ver un dibujo bonito que he hecho? —dice mi sobrina con los labios manchados de chocolate y la boca llena.

Mi amiga, que ya ha terminado con su desayuno, se ríe y asiente.

—Ahora, cuando acabes —le indica—. Por cierto, yo no sabía que dibujabas. ¡Mírala, qué artista, como su padre!

Lo dice con tanta gracia y naturalidad que consigue agrandarnos la sonrisa que ya nos había arrancado Maday, quien se acaba su bol con prisas para poder llevarse a Mireya de aquí lo antes posible.

A todo esto, Álvaro ha vuelto a dibujar. Lo sé porque he visto por la rendija de su puerta la luz de su habitación encendida de madrugada, que es cuando más le gusta hacerlo desde siempre, además de manchas de mina en los puños de una camiseta que metí en la lavadora.

Yo sigo dándole vueltas a Óliver y a su forma de hacerme estar un poquito menos triste la mayor parte del tiempo, de modo que, cuando Maday se lleva a rastras a mi mejor amiga, ni siquiera me doy cuenta de que me quedo a solas con mi hermano.

Álvaro está empezando de cero con todo. Tiene una novia estupenda, una hija de la que se siente más que orgulloso y, por si eso fuera poco, se ha reconciliado con su afición más bonita. Sonríe más a menudo, sale más a la calle, hasta podría decir que está más guapo.

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