TRENTA

5.3K 443 595
                                    


Tengo mucho en lo que pensar y prefiero hacerlo en Montgat así que me despido de Agoney en la estación de tren, que está mucho más cerca de su casa y es bastante más barato. Además, ahora no tengo ninguna prisa por llegar adonde voy.

—¿Cómo quieres que sigamos en contacto? —le pregunto—. ¿Voy a tener que volver a Madrid?

—A Madrid puedes volver siempre que quieras, pero mientras puedo llamarte desde el móvil de Ricky —Me sonríe—. Siento que mi hermana te mandara aquí en vez de darte el número de Ricky desde el principio. Ella ya sabía que habíamos roto, supongo que creería que ya no vivíamos juntos.

—Está bien, Ago. Te disculpas demasiado —le respondo.

Le doy mi número y los dos rezamos por que no se le olvide de aquí a su casa.

Me da un beso en la mejilla y un abrazo enorme antes de que volvamos a separarnos. Admito que casi me da miedo irme, pero pase lo que pase a partir de aquí, sé que Agoney está bien y que ha tomado la decisión de ser feliz.

Parece una tontería, pero la mayoría de gente que conozco todavía no lo ha hecho, incluyéndome a mí.

A lo mejor es hora de empezar.

—¡Agoney!

El canario se da la vuelta para mirarme cuando grito su nombre desde la puerta del vagón. El canario y casi todos los que están en la estación, en realidad.

—¡Voy a volver mañana! —informo.

La sonrisa del chico se expande hasta que no le queda sitio en la cara para seguir. Se echa a reír, niega con la cabeza despacio y, desde aquí, puedo leer en sus labios que "no tengo remedio".

—¡Te estaré esperando, chiquitito! —me responde.

Sube la mano en la que lleva puesta mi pulsera y me dice adiós con ella. Yo le respondo deprisa, porque la puerta se está cerrando y tengo que entrar ya.

Nos miramos a través de la ventana hasta que estamos demasiado lejos como para seguir viéndonos.

El camino hasta Barcelona se me hace mucho más ameno que el de Madrid, pero mi cabeza sigue siendo un caos.

No sé quién es Agoney ahora, ni sé quién será mañana, pero me muero de ganas por descubrirlo. No en un sentido romántico, porque es evidente que no estoy preparado para nada así; sólo es que me muero de ganas.

Y tal como lo siento, me dispongo a contárselo a Óliver. Por eso, cuando llego a Barcelona, lo primero que hago es llamarlo para saber si está en su casa.

No vive lejos de la estación, así que voy hasta allí andando y pensando en todo lo que tengo que decirle, y para cuando llego a su puerta todavía no sé ni por dónde empezar.

Llamo al timbre y Óliver abre. Tiene una sonrisa en la cara, pero no me besa.

—Hola, viajero —me saluda.

Yo también le sonrío.

—Hola. Qué bien huele, ¿no? ¿Qué tienes metido en el microondas?

Entro a su casa y él cierra la puerta detrás de mí.

—Qué gracioso vienes, ¿eh?

Me echo a reír y vamos a la cocina, donde, efectivamente, tiene algo metido en el microondas. Eso me recuerda que ya es la hora de comer y que yo ni he desayunado.

Óliver me cuenta un poco cómo ha ido el montón de trabajo que ambos sabemos que no ha tenido. Ni siquiera se molesta en decir nada convincente; al contrario, es como si me estuviera contando un chiste acerca de lo que ha hecho hoy, una tontería tan grande que los dos nos reímos, yo sentado en la encimera y él de pie delante de mí, pero está bien.

WAVESWhere stories live. Discover now