VUIT

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Seis años antes.

Roma es un asco.

He dormido bien, hemos desayunado en un restaurante exquisito, mi hermano aún no se ha metido conmigo y mi madre no me ha pedido que pose para una sola foto, y aun así Roma me tiene de mal humor.

Tal vez, ver al cantante canario con ese chico de cabeza rizada por todas partes esté contribuyendo un poco, sí, no digo yo que no, pero el hecho de que esto me esté molestando me molesta más todavía. Además, es como si tuvieran un síndrome de pegajosidad que no les permite alejarse más de cinco metros el uno del otro, por Dios. Un poco como yo, vamos, que parece que no puedo dejar de insultarles mentalmente más de dos minutos, pero es que son idiotas. Los dos. Porque lo digo yo.

—Eh, inútil —me llama la armoniosa voz de mi adorado hermano.

Me giro para mirarlo. Está apoyado en una muralla, justo frente a una (otra) iglesia enorme y antiquísima. Puedo imaginarme qué es lo que quiere y me supone distracción suficiente por el momento.

—¿No ibas a dejar de decir palabrotas?

—No es una palabrota; es un hecho —dice, tan pancho—. Anda, ven aquí, que mamá nos quiere hacer una foto juntos.

Ya decía yo que estaba tardando.

Me coloco al lado de mi hermano y mamá nos saca un total de ocho fotos, cada una con distinta pose y dos de ellas desenfocadas, pero el resto van directas al ordenador en cuanto pisemos Barcelona de nuevo.

Cuando nuestra sesión fotográfica profesional acaba, seguimos al resto del grupo.

—Estamos en la Fontana di Trevi —exclama nuestra guía turística.

He de decir que no me he sentido más avergonzado en mi vida, y mira que he hecho el ridículo de mil formas, pero ir detrás de una señora prácticamente disfrazada de guiri, con un micrófono enganchado a la cintura a forma de riñonera y una banderita con el logo del crucero, para que no nos perdamos, se lleva la palma.

Teníamos la opción de ir por nuestra cuenta, viendo lo que nosotros quisiéramos, viajando de verdad y no haciendo turismo, pero ¿quién quiere libertad pudiendo tener cada minuto del viaje planeado? He aquí una pista: yo, sí; mis padres, no; Agoney y el otro chico, al parecer, tampoco.

Álvaro, papá, mamá y la cámara de fotos se dirigen rápidamente a contemplar la fuente. En cuanto a mí, que no entiendo demasiado de arquitectura, prefiero esperar a que la gente se disipe para acercarme, lo cual ocurre casi de golpe, ya que nuestra guía se aleja de la fuente un poco para dar un discurso que sé que no va a ser breve.

Ahora sí, aprovecho para acercarme y me siento en el borde, contemplándola. No hace falta ser un genio de la arquitectura para apreciar la belleza de esta obra de arte. Eso sí, no entiendo del todo por qué la gente tira monedas al agua. Aquí adentro tiene que haber una pasta. Qué desperdicio.

Sigo todo lo largo de la fuente con la mirada, lo cual me parece una mala idea en el mismo momento en que mis ojos se detienen en las manos del chaval que acompaña a Agoney, que está apoyado en el borde al otro lado de la fuente. Es la primera vez que le veo la cara con claridad, y me fijo en que debe de tener al menos la edad de mi hermano. Y en que cada brazo suyo es más o menos dos piernas mías.

El chaval está buscando algo en el bolsillo trasero de su pantalón y, cuando saca la mano, varias monedas se le caen al suelo. Una sonrisa victoriosa se me dibuja en la cara, aunque no soy consciente de ella hasta que el canario me aniquila con la mirada y me veo obligado a mirar hacia otra parte.

Tengo que dejar de acumular meteduras de pata, sobre todo porque, como anoche no actuó, todavía no he podido disculparme ni por la primera.

Me levanto de donde estoy y me dirijo a mi hermano, que está prestándole atención a su teléfono móvil mientras la guía turística sigue hablando de la fuente.

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