VINT-I-NOU

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Tan pronto como me levanto hoy, salgo camino al aeropuerto. No se lo digo a nadie, ni a Mireya siquiera, sólo a Óliver. Le pregunto que si quiere venir, pero me dice que no, que tiene mucho trabajo, aunque ambos sabemos que no es verdad. De todas formas, estoy más cómodo haciendo esto sin él. Es algo mío y prefiero hacerlo solo, aunque me acojone tanto.

Todavía no hemos hablado de lo que él quería hablar ayer. Saqué el tema, pero dice que mejor lo hablamos cuando yo vuelva, que no hay prisa.

Sé que sigue preocupado por lo que pueda pasar cuando vuelva a ver a Agoney.

Nada de lo que le dije hace dos días fue mentira: lo único que quería (lo que creía que quería) era saber lo ocurrido para poder pasar página, pero ahora que sé que está vivo, que no ha desaparecido y que quedan apenas unas horas para volver a verlo, hasta yo estoy preocupado por lo que pueda pasar.

Pero no puedo pensar en nada de eso ahora, sólo en que voy a verlo. Después de seis años y medio. Voy a volver a ver a Agoney.

Tenemos tantas cosas de las que hablar... Quiero saberlo todo de su vida en los últimos años, porque, egoístamente, quiero que se haya acordado de mí al menos la mitad lo que yo me he acordado de él.

Sin embargo, soy consciente de que las posibilidades de lo que vaya a ocurrir cuando aterrice en Madrid son infinitas. Puede que ni me recuerde, puede que me odie por no llegar a reunirme nunca con él en aquel puerto. Pero no quiero pensar en eso ahora mismo, cuando estoy a punto de subir a un avión.

Sé que todo esto es una locura, pero después de los últimos seis años de mi vida, la verdad es que no me sorprende que esté haciendo esto.

El vuelo dura muy poco, pero en mi cabeza se hace eterno. Tengo que ponerme los auriculares y escuchar música realmente alto para evitar la crisis que siento que estoy a punto de sufrir sin venir a cuento, que es precisamente como dan las crisis en estos casos.

Durante todo el viaje no paro quieto. Estoy sentado en el lado del pasillo, que me agobia pero era el único que quedaba si quería ir a Madrid justo hoy por la mañana, y el pasajero de mi lado me mira fatal cada vez que, sin darme cuenta, comiendo a dar golpecitos en el posabrazos con el pulgar.

Cuando el avión aterriza, casi me tropiezo intentando salir entre toda la gente, pero necesito pisar el suelo cuanto antes.

Conecto el GPS del móvil a medida que salgo del aeropuerto. La dirección que llevo escrita en un trozo de papel no está lejos de aquí, pero ir a pie sería una locura. Y lo digo yo, que me he presentado en Madrid para buscar a un chico del que me enamoré con diecisiete años en un crucero.

Llamo a uno de los taxis que rondan por aquí y me subo en la parte de atrás cuando se detiene a recogerme.

—¿Un viaje sin maletas? —pregunta—. No sabes cómo te lo agradece mi espalda.

—Sí. No vengo para mucho tiempo.

—¿Adónde vamos?

Le doy la dirección, la pone en su propio GPS y conduce. Intenta establecer conversación un par de veces, pero yo acabo por cortarlas.

Como digo, no está muy lejos de aquí, pero con el tráfico que hay por esta zona nos lleva veinte minutos enteros llegar al destino.

«La casa de Agoney», pienso, y me acojono de inmediato.

Se me va una pasta en pagarle al taxista, pero no es un pensamiento al que le preste más de un momento de atención.

El taxi se aleja a mi espalda y me deja solo, de pie frente al bloque de pisos de Agoney. Me lleva dos minutos enteros avanzar hasta el portal y subir hasta la primera planta por las escaleras.

WAVESWhere stories live. Discover now