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Por una vez, después de tanto tiempo, me siento satisfecha, pero no por el tipo de vida que tengo, sino por el dibujo que casi estoy terminando. De vez en cuando me levanto y me alejo del caballete para contemplarlo desde la lejanía; cada vez que lo hacía pasaba casi diez minutos mirándolo, después volvía para continuar pintándolo. 

Me dejaba llevar por la música que llenaba mi estancia, mientras que mis manos retrataban algo tan simple como mi habitación, y yo dibujando en ella. Pensar que yo estaba haciendo eso era algo tan tranquilizador como era el perder la consciencia, así como cuando mamá llegaba a casa y no se molestaba en averiguar si estaba o no. 

Ahora mismo me hallaba en un momento de paz, en una burbuja que veía difícil el romper. Por una vez, sentí que el aislarme en mí misma no era una tortura. Que el no ser la chica perfecta que todos dicen que debo ser tampoco es una idea tan mala, de la misma manera que veía en el mundo un lugar al que yo pudiera pertenecer. Y mis manos lo sentían y lo expresaban. Me sentí mínimamente feliz por unos segundos. No tenía la necesidad de fumarme un cigarrillo o de ir corriendo a por la cuchilla; aunque aún sintiera los cortes debajo de las mangas. Así que, después de otra media hora dibujando, volví a levantarme para admirar de nuevo el lienzo. Después de diez minutos decidí ir a la cocina a rellenar mi botella de agua, cuando regresé me senté nuevamente en el taburete y continué. 

En ningún momento rompí la rutina. Pintar aquel cuadro me relajaba, y no me estrasaba por si salía igual o no a la habitación real; pues yo estaba pintando mi realidad. Así que me encontré de esa manera hasta que decidí mirar la hora. Había pasado tres horas enfocada en lo que tenía a la vista, que ni me di cuenta que la música había parado y que la puerta de mi habitación estaba abierta; la había dejado abierta.

Me levanté para ir a cerrarla y volver a poner la música. Tenía pensado seguir en esta atmósfera un par de horas más, pero en el momento en que cerré la puerta fue un error. Me encontré a mamá sentada en la cama con los ojos fijos en el cuadro. Fue entonces cuando mi burbuja se rompió y me paralicé justo en la puerta.

—Estabas tan concentrada que no te distes cuenta de que había entrado—comentó—. Podías haber gastado toda esa concentración en algo más útil que pintarte en tu habitación.   

No dije nada. Mamá suspiró y me miró.

—Me voy a llevar el lienzo. No me gusta lo que has pintando—añadió. 

Y se levantó. 

Yo sentí una presión en el pecho; no quería que se llevara el cuadro, pues me había esforzado en él. Por una vez que me sentía satisfecha con lo que había hecho, no quería permitir que mi madre volviera arrebatarme la breve sensación de paz en mí. Así que me apresuré a meterme en el camino de mi madre.

Aquel cuadro era mío, lo había dibujado y pintado yo. Yo era la artista, yo debía decidir qué hacer con él cuando lo hubiese terminado. Y es que todavía no lo había terminado.

—¿Qué estás haciendo, Sun Hee?

—Por favor, no te lo lleves—casi le supliqué por temor.

—Lo voy a hacer por tu bien. Necesito que aprendas que el tiempo es valioso y que no puedes malgastarlo en chorradas.

Ella intentó pasar por mi lado, pero se lo impedí. Ni siquiera sé cómo podía moverme o simplemente contestarle. Después de todo a mi madre no le gustaba que le llevaran la contraria.

—No juegues con mi paciencia, Sun Hee. Estaba de buen humor y  tu lo estás empeorando.

—Mamá... por favor.

Cicatrices - BTSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora