Capítulo 2

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Hay una regla universal: todos tenemos que ganarnos la vida

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Hay una regla universal: todos tenemos que ganarnos la vida.

Después del abandono de papá las cosas se pusieron complicadas en casa. Sin el único ingreso que hasta ese momento teníamos, mi madre tuvo que enfrentarse al adiós de su marido, a un hijo hundido en la depresión y al costoso precio de las consecuencias.

Desde el día uno nos encontramos con obstáculos. A mí me costó lograr acostumbrarme a mi nueva realidad, por esa razón mamá se prohibió dejarme solo, no únicamente porque su ayuda era vital durante el proceso de adaptación, sino también ante el temor de que me rindiera. Me gustaría decir que nunca me tentó la idea, su compañía me salvó muchas veces.

Sin embargo, era una mujer que nunca se rendía. En su diccionario no existía la expresión tirar la toalla. Mientras el mundo se desmoronaba sobre nosotros, siendo consciente de que no había manera de detenerlo, se encargó de construir uno nuevo con las piezas que caían.

Su plan fue inaugurar una pequeña tienda para atender a los vecinos, con ella podía permanecer en el hogar y ganar un poco de dinero.

Debo destacar que no todo fue malo. Dios nos dio una mano porque justo en ese año se abrió en la misma calle una empresa de captura de datos que albergó a un centenar de personas.

Cualquiera se hubiera conformado con tener algunos clientes extras, pero mi madre era una mujer que aprovechaba las oportunidades. Empezó a vender comidas a un precio razonable. Ensaladas de pollo, frutas, sopas frías, cuernitos, sándwich, empanadas. Barato de elaborar y fácil de consumir. Una mujer de ingenio y trabajo.

Con semejante ejemplo no podía quedarme atrás. Después de unos meses, con la oscuridad de mi cuarto como único acompañante, tuve que poner mi cerebro a funcionar. No podía ser un mantenido de mamá, no porque ella no quisiera, sino porque estaba en condiciones de ganar dinero y no quería ser otra carga, además de la física. Ya suficiente tenía con mi lesión, tampoco quería que se responsabilizara de los gastos. Comencé a ayudarla en la tienda, aunque al principio me diera mucha vergüenza que la gente me viera.

Luego con la mente más tranquila estudié una carrera técnica. Empecé descomponiendo celulares y cobrando poco, lo suficiente para que no me quemaran en la calle. Primero solo respondiendo a cada problema con un «Vaya», con el tiempo progresé a: «Vaya, creo que...» Mamá corrió la voz en sus clientes y pronto toda la colonia acudió a que terminara de asesinar su aparato. No me quejo, fueron buenos tiempos. Sin embargo, no era suficiente. No por ambición, los billetes al final no resolvían nada de lo que me interesaba, aunque sí de otras cosas igual de importantes, sino porque quería que mamá se sintiera orgullosa de mí. Ella era la que tenía que descansar.

Como no podía ir a buscar los clientes, utilicé la herramienta que tenía a la mano. Internet. Fue difícil, pero gracias a las redes y mi facilidad para la publicidad, gané muchos clientes, dejé de ser un técnico de la colonia para ser uno local.

El club de los rechazadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora