Escena 19

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Escena 19, toma uno

El gato se llamaba Brando. Lot se presentó con él, me dio una carpeta con los papeles de la adopción y una cartilla veterinaria y luego empezó a refunfuñar mientras se sacudía el traje.

—¿Si no te gustan los gatos, por qué has traído uno? —comenté, riéndome.

El pequeño felino tenía los ojos verdes, grandes y emocionados. No dejaba de emitir un suave maullido, más un miu que un miau, al tiempo que inspeccionaba su nuevo hogar.

—Error. Me gustan los gatos, lo que detesto son sus pelos. Es horrible. Flotan en el aire, se adhieren a cualquier tejido… son indestructibles e incontrolables.

Tomé nota mental, disfrutando traviesamente con su desesperación.

—Así que esa es tu kryptonita, el pelo de gato. —Cogí en brazos a nuestro nuevo inquilino, que empezó a ronronear con fuerza y echó las orejas hacia atrás. Le llevé a la cocina y preparé agua y un cajón de arena para él. Luego abrí una lata de atún y la puse en un plato que dejé en el suelo. Brando comenzó a husmear con cautela y finalmente se puso a comer—. ¿Has salido a por un gatito, ese era tu compromiso?

Lot salió de la habitación, colgando la chaqueta primorosamente en una de las perchas y cubriéndola con una funda de plástico.

—¿Te gusta?

—Me encanta. ¿De dónde lo has sacado?

—Uno de esos sitios donde recogen a los animales de la calle, un refugio. ¿Sabías que hay que hacer trámites para adoptarlos? —chasqueó la lengua con desdén—. No lo entiendo. Llevarte un perro muerto de hambre a tu casa requiere tanta burocracia como abrir un prostíbulo o un jodido casino. Por suerte no he tenido que pagar notario.

Me reí entre dientes. Rodeé la barra de la cocina y salí, dejando un poco de intimidad a Brando. Luego me dejé caer en el sofá y busqué el tabaco de Lot. La casa se había ido llenando poco a poco con las huellas de su presencia: cintas de vídeo, la pitillera, ceniceros con alguna que otra colilla, el bastón en el paragüero de la entrada, el olor de la cocina casera y el de su colonia… nada de eso me causaba ya inquietud ni desconfianza. Me había acostumbrado a su presencia, y ahora formaba parte de mi vida.

—¿Sabes? He hecho limpieza —le dije, orgulloso—. Y he impreso unas cuantas fotos.

—¿Me las enseñas?

Asentí, cogiendo el montoncito que había dejado sobre la mesa. Lot se sentó a mi lado con un par de copas y me tendió una. Me había preparado un Manhattan. Le di las gracias y le entregué las fotografías, observando su expresión con curiosidad a medida que él las examinaba. En todas aparecía él. Las había seleccionado entre las que tomé en la fábrica de perfumes, en su espectáculo de magia y unas cuantas robadas durante nuestros días juntos.

—Están muy bien —dijo, y me sentí satisfecho.

—Eres muy fotogénico.

—Sí, lo sé. Dime, ¿tienes cámaras analógicas?

—Hum… sí, tengo una analógica y una Polaroid. ¿Por qué?

—Me gustaría que hicieras fotografías analógicas para mi proyecto.

—Claro. ¿Quieres que haga fotos de edificios? ¿Imágenes de referencia?

—No. El proyecto ha cambiado de orientación. Necesito que hagas fotos de ti y de mí. Y de las personas que nos importan.

Alcé las cejas, sorprendido.

—Pero, ¿y qué hay de eso que querías construir?

—He cambiado de opinión. Me llevaría demasiado tiempo y ahora no lo tengo.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now