Interludio

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Nueva York, 1893 

 El Old Town Bar estaba situado entre la Cuarta Avenida y Broadway. Había abierto el año anterior y ya era un lugar bastante concurrido al que la gente iba a beber, a cenar, a comer y a discutir.

 Siempre que tiene que trabajar cerca, Liam se pasa por allí a tomar algo. Es un lugar acogedor, con buena cerveza y buenas conversaciones donde todo hombre sencillo que no busque problemas es siempre bien recibido. Sin embargo, últimamente lo evita. No se deja ver demasiado en sitios públicos más allá de lo que, por motivos laborales, es necesario, y cuando lo hace, siempre es por poco tiempo. Esta esquiva actitud que ha empezado a desarrollar no es algo voluntario. No es por gusto, no. Es a causa del joven que camina a su lado, con las manos en los bolsillos y mirando alrededor con esos ojos que parecen bebérselo todo.

 Cuando le conoció, ya sabía que era una persona especial. Más adelante, confirmó que era un poco problemático. Ahora está sufriendo las consecuencias.

 Sin embargo, esta noche Liam tiene muchas ganas de visitar el Old Town y empieza a estar harto de la actitud del muchacho, que les convierte en todo lo contrario a hombres sencillos que no buscan problemas. Considera que ya le ha dado el suficiente tiempo para confesar por sí mismo. Así que no le queda otro remedio que acorralarle y solventar el asunto que le preocupa antes de que la cosa vaya a más.

 —Elliot, debo hacerte una pregunta.

 El muchacho se vuelve hacia él.

 —Claro. Dispara.

 —Cuando dijiste que querías ser mi aprendiz, ¿hablabas en serio?

 El joven entrecierra los párpados, ofendido. Luego sacude la cabeza para apartarse el cabello, que le cae sobre el lado derecho del rostro hasta la barbilla. No ha consentido que se lo corten más de eso, con lo cual la visita al barbero no ha cumplido su objetivo principal, que era que Elliot dejara de parecer un tunante y diera una imagen más seria y de confianza. Pero su nuevo aspecto sugiere todo lo contrario. Si con el pelo tan largo ya parecía un truhán[1], ahora lo parece por partida doble.

 —Pues claro que hablaba en serio. ¿Es que no te lo crees?

 —Enséñame lo que llevas en los bolsillos —le reta el maestro.

 Elliot levanta la barbilla.

 —¿Qué estás insinuando?

 Liam se detiene. A un lado de la calle pasa un carro tirado por dos caballos escuálidos. Hay un grupo de chiquillos corriendo, persiguiendo a un perro con un palo. Una mujer que está fregando los escalones de un establecimiento les grita algo en italiano y les amenaza con el trapo mojado. Así es esta ciudad, saca lo mejor y lo peor de cada cual.

Tras contemplar el paisaje, Liam se vuelve hacia Elliot. Le mira a los ojos. El joven está a la defensiva, y es una de las razones por las que sabe que le ha pillado. Le lleva observando cada día, todos los días desde hace tres semanas, intentando descifrar su comportamiento, su peculiar forma de ser. De algo tenía que servirle.

 —No insinúo nada. Solo te pido que me enseñes lo que llevas en los bolsillos.

 El joven hace una mueca de desdén. Luego le da la vuelta al forro de sus bolsillos y mira a su maestro con una sonrisa reprimida y ojos traviesos, desafiantes. Liam no puede evitar que se le escape una risilla y niega con la cabeza.

 —Eres un tramposo. Ven aquí.

 Alarga la mano y le agarra de la muñeca con suavidad, guiándole hasta un callejón mugriento entre dos edificios, donde un pequeño riachuelo de agua corre a través de las grietas del adoquinado. Elliot se deja llevar sin oponer resistencia. Allí, en la oscuridad, Liam le coloca contra la pared y empieza a cachearle. Elliot apoya la espalda en el muro de ladrillos y le mira con los ojos chispeantes. Parece pasárselo muy bien con esto. Y Liam también. En parte.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now