Escena 8

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Escena 8, toma primera.

 Me desperté agotado y solo. El olor del asfalto mojado se colaba por la ventana abierta y me dolían las plantas de los pies a causa de la aventura de la noche anterior.

 Tras el ritual perezoso de todas las mañanas (o de todos los mediodías, ya os he dicho que madrugar no es lo mío) mediante el cual tomaba contacto poco a poco con la realidad a base de mirar al techo, me puse la ropa interior y me senté en la cama, pensativo. Las imágenes del día anterior volvían a mi mente en fotogramas inconexos: la mujer del pelo azul, el pánico instintivo, la ciudad desmoronándose, el velo rasgado, la oferta irrechazable. Y él. Los ojos anaranjados fijos en los míos mientras me limpiaba las heridas. Su voz flexible, plástica, hablándome de todas las cosas que yo ya sabía y no quería recordar. Su sonrisa de galán. La manera en que me agarraba de las muñecas y me apresaba contra el colchón, dominante. La forma en que apretaba los dientes mientras embestía en mi interior, observándome con la mirada prendida de un extraño fuego distante.

 Me encogí. Ahora ya no cabía tomarse las cosas a broma. La Organización me había encontrado, y en lugar de aceptar el trato que me salvaría la vida y me permitiría vivir lejos de ellos, yo había decidido confiar en Lot Anders. En un tipo que mentía más que hablaba, que ocultaba información, que tenía intenciones secretas y que me estaba manipulando. Sí, me estaba manipulando. ¿Qué, os creíais que no me había dado cuenta? Ya os dije que no soy idiota. Yo sabía que lo estaba haciendo, que estaba a mi lado por necesidad e interés. A pesar de todo, había escogido confiar en él. Había escogido ser Alex. Y me sentía un poco como un sacrificio voluntario que camina por su propio pie hacia el altar. Uno de esos altares llenos de sangre de las películas de espada y brujería, ya sabéis. Pero aquí no iba a venir ningún Conan a salvarme. No, estaba claro. La casa estaba vacía, al igual que mi cama. Lot se había vuelto a marchar.

 —¿Por qué me dejas solo? —murmuré a media voz.

 Las cosas se habían puesto muy feas, y Lot, para quien la situación no era mucho mejor, se iba cuando menos lo esperaba. Puse la mano sobre las sábanas, donde Lot solía tumbarse. Yo ocupaba el lado derecho de la cama, él el izquierdo. La sensación de desamparo que sentía se calmó un poco cuando me abracé a mí mismo. «No pasa nada, Alex», me dije. «No estás solo». Luego me encaminé al cuarto de baño, llené la bañera y estuve allí durante casi una hora, cuidando de mí mismo, consolándome.

 Cuando salí, cincuenta minutos más tarde, secándome el pelo y caminando descalzo y en pantalones, me encontré a Lot sentado en el sofá, con el batín granate, fumando y viendo la televisión. Aliviado y alegre, fui a su lado, tirando la toalla al suelo.

 —¡Hola, Lot!

 —¿No sabes que pasar tanto tiempo bajo el agua es malo para la piel? —dijo, a modo de saludo.

 No le hice ni caso. Me dejé caer junto a él y le abracé, quitándole el cigarrillo y besándole en los labios para darle la bienvenida.

 —¿Cómo has entrado?

 Él me pasó el brazo sobre los hombros y me atrajo hacia su pecho.

 —No me hace falta ninguna llave para entrar a tu casa.

 —¿Eres como los vampiros? ¿Si te invitan una vez puedes pasar siempre que quieras?

 —Soy un ilusionista. Puedo pasar siempre que quiera, aunque no me inviten.

 Le miré con cara de sorpresa y admiración. Él no hizo ningún gesto, pero el brillo en sus ojos, que no se apartaban de la tele, se volvió más vivo. Le encantaba ser una estrella, estaba claro. Aunque solo lo fuera para mí.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now