Interludio III

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Londres, 1897

El cielo está nublado y Liam no puede evitar mirarlo constantemente. Ya sabe que están ahí por otro motivo, qué demonios, ¿cómo no va a saberlo?, ha sido él quien ha tenido la idea, pero las gruesas y algodonosas nubes, de un gris desvaído, le recuerdan a su tierra natal. Están muy cerca, en realidad. Lo estarían, si ese mundo fuera real… pero no lo es y eso le produce una nostalgia sorda. Hay algunos pájaros volando bajo, golondrinas. Cruzan por encima de los techos de cristal y las banderas del Palacio. 

Siempre ha pensado que las aves están más cerca de Dios.

—¿Me estás escuchando?

Parpadea y vuelve en sí. El muchacho —ya no es un muchacho, se recuerda, ha cumplido los veintidós— le está mirando. Parece un poco molesto.

—Discúlpame. ¿Qué decías?

Elliot suspira, levantando la ceja. Le coloca las solapas con un gesto comedido. Hay algunas personas en los alrededores, no quiere llamar la atención con ademanes demasiado cariñosos. Con el tiempo se ha vuelto un poco más discreto, aunque a veces aún disfruta poniendo a Liam en apuros. Liam lo sobrelleva con estoicismo.

—Que me gustaría hacer algunas fotografías ahora.

—¿Ya has dibujado las vigas?

Elliot le muestra el cuaderno. Liam repasa los diagramas. Su mente es rápida haciendo cálculos. Marca los fallos de medición de su joven aprendiz con el carboncillo, rodeando las cifras con un círculo. El rostro de Elliot se va crispando a medida que los errores se suceden. Cuando termina, Liam le tiende el cuaderno. El muchacho le lanza una mirada desafiante.

—Dame media hora.

Se da la vuelta para volver abajo, al Palacio de Cristal. Él, entonces, le sujeta del hombro con una mano.

—Elliot.

El joven se detiene. Se da la vuelta. Tiene los ojos muy claros aquí, como si el cielo nublado y la lluvia, que parece a punto de desplomarse pero nunca llega a hacerlo, hicieran salir a la luz atrapada en sus iris ambarinos. Cuando le mira, Liam tiene la clara sensación de que él es el centro del universo para Elliot. Eso es una gran responsabilidad, pero también le hace sentirse muy conmovido. Y, en ocasiones, culpable.

—Elliot, no tienes por qué presionarte tanto. Uno no aprende arquitectura, química, arte  y física en un año. No tenemos prisa.

—No tendrás prisa tú. —Liam frunce el ceño. El joven se peina con la mano, negando con la cabeza con frustración—. No quiero hacerme viejo. Quiero el don mientras aún soy joven.

—Eres muy joven.

—El tiempo pasa.

Liam suspira. Cuando agarra el cuaderno de sus manos, el aprendiz opone algo de resistencia, pero enseguida lo suelta, como si su voluntad no pudiera hacer nada contra el maestro. Él le dedica una sonrisa tranquila mientras cierra las gruesas tapas de cartón. Luego agarra el trípode de la cámara fotográfica y se cuelga la caja al hombro. Le pasa el brazo por encima al joven y le hace dar la espalda al Palacio de Cristal, dirigiéndole con suavidad a través de Hyde Park. Elliot se deja llevar sin queja, descansando su cuerpo contra el suyo. Parece abatido.

—El aprendizaje es una etapa que ha de ser vivida con serenidad, Elliot. No debes recorrerla de forma apresurada —le dice, acercando la nariz a sus cabellos mientras caminan—. Cuanta más calma pongas en ello, más rápido avanzarás. No tropezarás y no tendrás que volver sobre tus pasos.

—Lo sé. Ya me lo has dicho —reconoce el joven—. Pero me cuesta. Lo quiero todo y lo quiero ahora. Sé que debo ser moderado, pero esa ansiedad arde en mi corazón.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now