Interludio II

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Interludio II

Nueva York, 1894

 Atardece sobre Broadway. Hay mucha gente en la calle, están en la 346 y observan desde el tejado de un bloque de apartamentos la inauguración del New York Life Insurance Building. Hombres con traje negro, mujeres con sombrero, fotógrafos que apuntan con sus instrumentos hacia el edificio. Se apiñan unos contra otros y charlan entre sí. Liam les mira y le parecen insectos, hormigas abarrotando la boca de un túnel, todos vestidos de oscuro, diminutos y errabundos. La curiosidad les lleva hacia el mismo punto, arrastrándoles como una marea.

 Hoy es la gran inauguración del rascacielos. No es tan impresionante como el World Building pero aun así, es lo suficientemente grande y hermoso como para haber reunido a semejante multitud. Ahí está, con sus seis columnas en la fachada, largo como un barco, los sillares apilados creando acanaladuras entre unos y otros y las preciosas ventanas en arco, como tres ojos atentos de una tortuga que cargase con el peso de una pequeña nación. Y arriba el remate, con las balaustradas, las águilas, la torreta y el reloj. Y más arriba aún, sobre el reloj, está ella: una figura de mujer con las alas desplegadas a la espalda y los brazos abiertos que parece posar los delicados pies en un orbe terráqueo hecho de cinturones de bronce. No, no es el más alto de la ciudad. El World Building tiene veinte plantas y este tan sólo catorce. Pero tiene algo magnético y hermoso, aun cuando el ala este aún no está acabada.

 El discurso del presidente de la compañía ha terminado. Ahora está cortando la cinta roja y se escuchan aplausos. Las cámaras de fotos disparan, sisean los flashes de fósforo.

 —Pues sí, es una bonita inauguración —comenta Elliot, que está acodado en el borde de la azotea. A su alrededor, las chimeneas expulsan humo blanco y gris, emborronándose entre su propia neblina.

 Liam asiente distraídamente.

 —Ahora pasarán adentro. Tomarán champagne, whisky, tostadas con pepinillo y jamón cocido, caviar y soufflé.

 —¿No vamos a ir?

 El maestro esboza media sonrisa.

 —¿Colarnos, dices? No creo que sea buena idea.

 —Vaya. Y yo que pensaba que me habías traído para invitarme al cóctel.

 —Siento decepcionarte, pero no es ese el motivo por el que estamos aquí.

 Liam deja el bastón contra el muro y luego abre la gran carpeta que lleva debajo del brazo. Extrae un pliego de papel, que la brisa golpea y agita, y comienza a dibujar, apoyado en la cornisa, con un carboncillo afilado. Traza febrilmente, con movimientos seguros y decididos, esbozando la silueta del edificio. Abajo, las hormigas están entrando por las grandes puertas, se cuelan por entre las columnas, los abrigos negros, las cámaras de fotos.

 —Este edificio fue diseñado por Stephen Decatur Hatch —empieza a decir Liam, entre el rasgueo del carboncillo y el sonido bullente de la ciudad que hierve a sus pies. Elliot le observa con sus ojos de ave rapaz—. Murió a mitad del proyecto. Fue un arquitecto muy relacionado con el ejército.

 —¿Le conocías?

 —Un poco. Sus diseños son muy buenos.

 El chico se acerca y se acoda a su lado. El rostro juvenil se acerca al suyo, las negras pestañas abanicando y velando en ocasiones la mirada inquieta y viva que sigue las líneas oscuras sobre el papel.

 —No sabía que eras aficionado a la arquitectura.

 «Hay tantas cosas que no sabes de mí como cosas que yo no sé de ti», piensa Liam.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now