Escena 26

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Escena 26, toma 1

Cuando uno se imagina la guerra, siempre le vienen a la cabeza las imágenes de las películas que ha visto. Los del primer mundo somos así. Somos los afortunados, los que no hemos vivido esas cosas en primera persona, así que recurrimos al cine para intentar imaginarnos cómo es. Ni siquiera rescatamos las escenas que vemos por las noticias, no. Son las películas lo que tenemos en la recámara. Te hablan de guerra y piensas en Vietnam, en la II Guerra Mundial, en la guerra de las galaxias. Te vienen a la cabeza El sargento de hierro, Apocalypse now, La lista de Schindler. A uno no le da por pensar en los pormenores. Por ejemplo, ¿cuánto tarda una guerra en ponerse chunga desde el momento en que se declara? O, ¿cómo es la guerra dentro de una ciudad?

Por eso, mientras Lot conducía a través del arrasado paisaje urbano, yo miraba a través de la ventanilla tratando de encontrar vestigios de lo que yo entendía por guerra: ejércitos, desorden social, carreras, gritos, fuego y disparos. Sin embargo, en aquella zona no había nada de eso. En aquella parte de la Ciudad sin Nombre, la guerra era extraordinariamente civilizada, al parecer.

Avanzábamos por las callejuelas de la antigua zona industrial reconvertida en barrio residencial en dirección hacia el noreste, hacia el aeropuerto. Lot conducía igual de rápido que siempre pero mucho más relajado ahora que no tenía que respetar semáforo alguno. El asfalto se notaba mucho más quebrado bajo los neumáticos, el coche no avanzaba con tanta suavidad como parecía hacerlo en el otro lado; de hecho a medida que nos alejábamos del centro de la ciudad parecía estar cada vez en peor estado. En aquel entorno hostil y desalentador, empecé a preguntarme toda clase de cosas absurdas, como de dónde sacaba Lot la gasolina, o dónde planchaba los trajes. Llevábamos las maletas en el maletero y a Brando sobre mis rodillas. El gato estaba en perfecto estado, aunque de vez en cuando erizaba el lomo al mirar por la ventanilla. También me pregunté dónde hacían la comida para gatos en la Ciudad sin Nombre.

Al girar en una rotonda, entre dos edificios medio derruidos que se apoyaban el uno en el otro, vi pasar a una singular procesión que interrumpió mis reflexiones: un esclavista avanzaba despacio, caminando sobre las largas patas que recordaban a las de una araña, guiando a su particular cosecha. Tenía la cara muy blanca y los ojos completamente negros. Su rostro era el de un ser humano sin nada de pelo en la cabeza ni en las cejas, un rostro bastante agraciado, curiosamente. Su torso también parecía normal, así como sus brazos. Pero tenía ojos redondos y oscuros en las sienes, como de insecto, y debajo de su cintura estrecha se abría un abdomen arácnido del que brotaban las patas. Las dos piernas humanoides colgaban, deformes y retorcidas, cubiertas por jirones de tela, como órganos vestigiales sin utilidad alguna. Hombres y mujeres envueltos en telas de brillante hilo blanquecino le flanqueaban, y sus ligaduras, que eran tan débiles que podrían romperlas con un levísimo esfuerzo, parecían riendas cuyo extremo sujetaba el monstruo. Daban pasos inseguros y lentos, con los ojos vacíos y resecos fijos en la nada. Estaban despeinados, sucios. Su piel tenía un color insano.

Parecía un macabro desfile circense.

—Les lleva a los almacenes —dije, pensando en alto—. Ya están desalojando esta zona. Pero aquí aún no sucede nada. ¿Crees que los disturbios llegarán a todas partes?

—No lo sé —respondió Lot—. Imagino que no. Los Vigilantes se atrincherarán en sus territorios, así como los Desvelados. Habrá enfrentamientos en las áreas en disputa y tal vez algún asalto a las bases. Es lo habitual en la primera fase de un combate: asegurar los territorios para no perderlos con facilidad.

Le miré de reojo.

—¿Has luchado en muchas guerras?

—Solamente en una.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now