Escena 10

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Escena 10, toma primera

Durante aquellos días, mi convivencia con Lot Anders estuvo marcada por una sensación angustiosa de fondo que me costaba horrores definir. Más adelante, buscando en Internet, encontré una palabra que servía bien.

Inminencia.

Era como una puñetera cuenta atrás.

No es que estuviera nervioso todo el tiempo, no. Tampoco tenía miedo. Bueno, en realidad sí que lo tenía, algunas veces. Pero el hecho de no saber cuándo van a venir a tu casa a matarte te hace vivir la vida mucho más intensamente. Disfrutas cada momento, no desperdicias las horas en amargarte por nada… no sé, es una buena forma de vivir, eso de estar amenazado. Además, te hace ser más tolerante con los demás.

A mí me hizo ser más tolerante con Lot Anders. Con Lot era complicado vivir. Podía llegar a ser una persona verdaderamente insoportable, pero, por otra parte, era encantador… y por alguna clase de magia, era capaz de ser insoportable y encantador al mismo tiempo. Puede parecer que de este modo se equilibraba la balanza, pero no. Su encanto era muy seductor, pero cuando se ponía gilipollas podía sacar de sus casillas al más pintado y la báscula se descompensaba hasta saltar por los aires. Aquel encanto, además, tenía algo de postizo, de artificial… y a medida que yo veía más películas antiguas, más me recordaba su actitud a la de los galanes del cine de los años treinta. De este modo, llegué a la conclusión de que Lot Anders era un disfraz, un personaje formado a partir de las referencias que el tiempo le había dado. Un disfraz bajo el que se ocultaba alguien a quien yo aún no conocía. Esa idea era excitante y peligrosa, le hacía aún más fascinante a mis ojos de enamorado. Y quizá eso influyó también en que aguantara sus gilipolleces con más paciencia de la razonable. Había momentos en los que Lot se portaba como un asqueroso y un cretino, y podría haber llegado a desesperarme de no ser porque: a) él era lo único que yo tenía; b) me hacía sentir absurdamente protegido; c) además de glamouroso y encantador, follaba muy bien; y d) la sensación de inminencia lo impregnaba todo. Uno no tiene ganas de discutir cuando pueden asaltar tu buhardilla en cualquier momento y atravesarte con una guadaña de alma, sea lo que sea eso.

Sin embargo había veces que ni siquiera yo podía permanecer indiferente a sus faltas de respeto, de consideración y de humanidad. Me gustaba que Lot fuera un conquistador en la cama: me hechizaba hasta someter mi voluntad, me seducía descaradamente, a veces incluso era dominante y arrollador, me asediaba hasta que me rendía y siempre acababa haciendo que yo deseara lo mismo que él deseaba. Pero fuera del ámbito sexual eso se llama manipulación, y no mola nada.

La primera vez que sentí deseos de matarle fue la mañana después de haber visitado la fábrica, cuando nos habíamos besado de aquel modo tan peliculero y yo me había vuelto un poquito más idiota. Quizá estaba sensible porque después de aquel pequeño momento de intimidad mis sentimientos se habían vuelto aún más empalagosos. Puede ser. El caso es que cuando me levanté, encontré todos los álbumes y cajas de fotos desperdigados por la casa. No había dejado uno solo sin tocar. Las fotos estaban fuera de su sitio y él las miraba, sentado en el sofá.

Yo tenía hambre y al principio no le di importancia, aunque algo en mi interior se revolvía con cierta incomodidad. Aún me resultaba un poco violento compartir aquella casa con alguien más.

—Buenos días, Lot —le saludé afablemente—. Tengo hambre.

—Buenos días, flaquito. En la encimera tienes donde elegir —repuso él, sin levantar la vista.

Estaba sentado en el sofá, con el batín puesto sobre el torso desnudo y los pantalones de raya diplomática con los tirantes colgando. Llevaba el pelo engominado. Parecía un gángster a la hora del té.

Flores de Asfalto II: La SalamandraWhere stories live. Discover now