Capítulo 9

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Estar enamorado era una puta mierda. No tenía nada que ver con la adoración que sentía por Kibo, ni nada que ver tampoco con aquel camarero de Madrid con el que se habría liado si hubiera tenido valor para llamarlo.

No, aquello era otra cosa.

Tenía a Miki metido en la piel. Recordaba con una precisión milimétrica cada conversación que habían compartido durante el último mes. Incluso a veces, en las clases, se descubría absorto, contemplando simplemente el movimiento de sus labios. Luego, en la cama, fantaseaba con la idea de deslizar los dedos por su mandíbula, acariciar su barbita de dos días, tocar casi por descuido su boca.

Sí. Estar enamorado era un asco. Y más, sabiendo que una persona ocupaba el lugar donde quería estar él.

Faltaban siete días para San Valentín y estaba seguro que Miki era del tipo de gente que lo celebraba. Con toda probabilidad, el finde siguiente iría con Natalia a cenar a un sitio chulo, le habría comprado un regalo genial y más tarde, se pasaría la noche haciendo el amor con ella. Porque Miki debía de ser de los que «hacían el amor».

Se levantó de la cama y fue a su baño a beber agua. Necesitaba dormir un poco: el insomnio lo estaba matando. También se refrescó la cara. Cuando levantó la vista y se miró en el espejo, sonrió. Sus pecas estaban allí, tal y como Miki aseguraba continuamente. Miki. Miki de nuevo. Miki todo el tiempo. Suspiró. Volvió a la cama. Pensó que no iba a lograr dormirse jamás, pero sí lo hizo. Sucedió justo en el momento en que se permitió imaginar que Miki se acostaba a su lado y que, pegándose a su espalda, le pasaba un brazo por la cintura y se acurrucaba contra él.

Cuatro horas más tarde, sonó el despertador. Era lunes y había quedado con su hermano antes de ir a trabajar. Le había escrito el día anterior, porque no lograba olvidarse de la expresión de José mientras le contaba lo mal que se encontraba desde que había vuelto a la ciudad. Así que se preparó lo más rápido que pudo y cogió el autobús que le llevaba al barrio antiguo.

José lo esperaba en la esquina de la calle en la que trabajaba, con el pelo sucio y revuelto, los ojos casi cerrados por el sueño.

—Aquí tienes.

Sin ningún titubeo, José cogió el sobre que le entregó Jonás.

—Gracias, Jon.

—No pasa nada —le dijo a su hermano.

—¿Te tomas un café conmigo?

Jonás miró a ambos lados de la calle mientras buscaba una excusa.

—Tengo que entrar a currar —le explicó. Era cierto, aunque sabía que Kibo no le diría nada por llegar unos minutos tarde.

José bostezó.

—¿Tomamos algo algún día?

Sonaba esperanzado y Jonás se regañó una vez más al pensar que era un egoísta por no querer pasar demasiado tiempo con él.

—Sí. Te llamo. Me tengo que ir.

Despidiéndose con un movimiento de cabeza, su hermano se alejó. Jonás esperó un momento. Se sentía un miserable quedando con él a escondidas.

—¿Quién era?

Joder. No tan a escondidas.

—Nadie —le dijo a Kibo cuando lo tuvo a su lado.

—Jonás, es el mismo tío de la otra vez, ¿lo conoces?

—No.

Kibo levantó una ceja. Por lo visto no iba a hacer el esfuerzo de intentar creerle.

LO QUE ERESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora