TREINTA Y DOS: El comodín de las disculpas

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CAPÍTULO 32
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Sandy

Las tradiciones que adquieres mientras creces, no aquellas que ya han estado en tu familia por una eternidad, son hermosas porque todas tienen su historia detrás.

Cuando pasas demasiado tiempo con un grupo de personas empiezas a crear nuevas costumbres y reglas de convivencia, como si fueran las leyes inquebrantables de esa comunidad de la que elegiste ser parte. Una de las nuestras es «El comodín de las disculpas».

Nació cuando estábamos en el colegio y discutiamos una con otra con tanta frecuencia —por tonterías, mayormente, como tareas, exposiciones, temas para discursos— que resultaba agotador. La adolescencia es el cultivo premium del orgullo, así que dar el paso siempre era difícil si era con palabras, de modo que creamos el comodín.

Cada una de nosotras tiene un comodín que puede ser usado por cualquiera de las demás cuando desee iniciar un diálogo tras una discusión y la otra no puede negarse, cuando menos, a escuchar.

El de Vicky son unos waffles que venden en una pequeña cafetería cerca de su casa; el de Kim son las gomitas de dulce en forma de oso; el de Alexa es el postre de limón cuya receta aprendimos todas a hacer en las ventas de comida del colegio; el de Addie son los posters de sus músicos favoritos del momento —actualmente Imagine Dragons—.

Mi comodín son los cuarzos, no importa el color o la forma, no conozco sus propiedades energéticas, ni siquiera sé si creo en eso, pero me parecen preciosos y los colecciono, pegando en mi techo cada piedrita de cuarzo pequeño y exhibiendo en estanterías delgadas que mi papá construyó cerca del techo de mi habitación los grandes que me regalan o que logro comprar en cualquier salida. A mis veinticinco años, ya tengo más de medio techo y una pared llenos.

Y acá está Addie frente a mí en el marco de la puerta, sosteniendo uno color amatista en sus pálidas manos. Uno grande, bonito, sin duda hecho para decorar y no para joyería, parece sacado de alguna cueva de cuento de hadas.

Nos miramos a los ojos y nos reímos porque ella ve que en mi mano está el póster de Dan Reynolds sin camisa que iba a enrollar para ir a buscarla. Me ha ganado y ha llegado a mi casa antes de que yo pueda salir.

Addie avanza primero y me rodea el cuello en un apretado abrazo que no dudo en responder. La tensión entre nosotras se va evaporando poco a poco en ese contacto hasta que casi puedo sentir físicamente el peso que nos quitan de encima.

—Perdóname —murmuro.

—Perdóname tú a mí.

Nos soltamos y al mirarnos reímos de nuevo porque tenemos un semblante de incertidumbre que ahora que estamos juntas, resulta hasta gracioso.

—Ven, comamos algo.

La tomo de la mano para jalarla hasta la cocina. Addie camina como si fuera su propia casa, abriendo alacenas y sacando unas galletas con crema de chocolate que tenemos. A su vez, yo saco un par de refrescos de la nevera. Mi mamá entra un segundo, le sonríe a Addie, pero solo toma una manzana luego de saludarla y se va.

—No quiero que nos dediquemos a echarnos culpas, porque entonces yo salgo perdiendo —dice Addie con la boca medio llena—. Bueno, aunque si quieres reclamarme algo, te escucho, aguantaré.
—No tengo nada que reclamarte.

—Besé a Mauricio. Lo siento mucho.

Agacha la mirada, yo niego con la cabeza.

—No podrías saberlo, Addie. Yo actué mal al no contarte, tenía miedo de lastimarte. Pero no importa, ya quedó atrás.

En el corazón de Sandy •TERMINADA•Where stories live. Discover now