CUARENTA Y TRES: El corazón palpita pero la vida ya no existe

289 57 24
                                    

✩━━✩━━✩━━✩━━✩━━✩
CAPÍTULO 43
✩━━✩━━✩━━✩━━✩━━✩

Sandy

Por los últimos... días, demasiados días, una eternidad en días, he querido no abrir los ojos al despertar porque me da miedo notar que lo peor no ha sido solo una pesadilla. Hoy, sin embargo, me da miedo abrir los ojos y darme cuenta de que estuve soñando y que nada bueno me ha sucedido.

Escucho pitidos; no abro los ojos. Siento sábanas suaves sobre mi piel y no la rugosa manta sucia del sótano; no abro los ojos. Escucho voces, en plural, aunque me cuesta seguir el hilo de lo que dicen; no abro los ojos.

Es cuando aspiro, cuando huelo la fragancia suave y natural de mi madre, que abro los ojos.

Los contornos de mi visión están borrosos, puede ser por cansancio, por las luces brillantes tan diferentes a la oscuridad que me había envuelto hasta ayer, o por las lágrimas que son ya inevitables.

Exhalo en un jadeo, atrayendo los ojos de mis padres hacia mí; dejan de mirar a la doctora con bata blanca y se acercan de un brinco, cada uno a un lado de la camilla.

Estoy en un hospital. Estoy con mis padres. No estoy soñando.

—Sandy... —Mi padre toma mi mano con delicadeza y besa el dorso una y otra y otra vez. Lo veo llorando, una imagen que me deja perpleja—. Hija...

—Papá.

Mi voz sale bajita, temerosa, como si de hablar en tono más alto la burbuja de esta realidad se romperá y me enviará a ese sótano de nuevo.

Mi mamá toma mi otra mano, la acaricia con devoción. No dice nada, su llanto lo hace imposible.

—Tienen que dejarla descansar —aconseja la doctora con amabilidad.

Niego con la cabeza... o creo que lo hago, pero no sé si me muevo mucho. Tengo la percepción distorsionada, incluso de mí misma, de mis movimientos.

—Está bien.

—Les daré unos minutos —responde la doctora.

Sale de la habitación y me concentro en los rostros de mis padres, tan demacrados como felices. Lloro más, porque en realidad una parte de mí pensó que no los volvería a ver jamás.

—¿Cómo... cómo estoy? —pregunto.

No sé por qué pregunto eso, quizás porque si los escucho hablarme de los daños físicos, podrán ignorar —yo podré ignorar— los emocionales. No quiero tocarlos ahora, no quiero pensar ni sentir porque el destrozo que esto me ha causado no lo puedo dimensionar, no en este instante, al menos, que puedo aferrarme a la felicidad de volver con mi familia.

Es mi padre quien me responde con voz rota:

—Deshidratada. Tienes rasguños, moretones por todo el cuerpo. Te hicieron exámenes de sangre para posible anemia o intoxicación; no han dado los resultados. Te hicieron pruebas para determinar... —La voz de mi papá se corta—... lo que te hizo, Sandy.

—Basta —ruego.

No quiero que papá lo diga, no quiero que pronuncie en voz alta cada manera en que fui abusada, aunque sé por su mirada que lo sabe todo y que está roto por dentro, casi tanto como yo.

Fui rescatada... pero tarde.

—El tipo ese murió —declara mi padre. Tomo aire—. Lo mató la policía.

No me alegra. Debería, lo sé y una parte de mí me regaña por no sentirme feliz.

Pero la otra sabe que yo no quiero alivio ni alegría ni alivio, yo quiero venganza, quiero que pague y que sufra todo lo que yo sufrí por su culpa. Y con esa posibilidad cerrándose no puedo estar feliz.

Batallo conmigo misma para no poner todas las imágenes de dolor al mismo tiempo tras el velo de mis ojos. No quiero verlo encima de mí, no quiero rememorar su aroma, sus gruñidos de placer. No quiero ni siquiera pensar en el golpe que lo obligó a separarse de mi cuerpo, el atronador sonido de las paredes cuando la puerta de su casa fue tumbada, arrancada de sus goznes, el ejército de pisadas que escuché bajar por las escaleras, su apuro por salvarse, por salvarnos, su determinación a no dejarme con vida porque «si no era de él, no sería de nadie».

Mis gritos pidiendo ayuda estando ya resignada a morir, el terror visceral que sentí en el cuerpo al saber que hasta ahí llegaba mi vida. Mis últimos pensamientos: mis padres, mis últimas palabras: «las amo» recordando a mis amigas. Mi último deseo: no sufrir una muerte lenta.

No recuerdo con claridad todo lo que sucedió esa madrugada.

Sé que él sacó el arma con la que me amenazó en aquel baño del centro comercial para que no corriera, sé que me tomó con fuerza del cuello, dispuesto a disparar: primero a mí, luego a sí mismo.

Sé que ese pequeño cuarto del fondo del sótano se vio aglomerado cuando tres personas uniformadas, protegidas de pies a cabeza y con armas entraron en él. Sé que hubo palabras a gritos, desesperación, luego el primer disparo dirigido a uno de los oficiales.

Retumbó en mis oídos al estar tan cerca, me dejó un zumbido que me impidió escuchar más. Me dejó callada, también, mis súplicas muertas en mis labios, toda reacción de mi cuerpo apagada de sopetón. Fue tan sorprendente que creí que la bala había impactado en mí y que lo que estaba sintiendo era mi vida escapar por el agujero.

En menos de un segundo, hubo más disparos. No supe de quién, pero el brazo que me apresaba el cuello se aflojó, aunque me llevó consigo en la caída al suelo. Mis manos, mi espalda, mis piernas se mancharon de su sangre.

Encontré mi voz de nuevo y grité, me sacudí cuando otro cuerpo se acercó a mí hablándome con suavidad, mi mente sin poder racionalizar que ya estaba a salvo. No me sentía a salvo.

El corazón me estallaba dentro del pecho. Estaba medio desnuda, tan rota que casi les pido a los policías que no caminaran con brusquedad o pisarían mis pedacitos.

Me desmayé, luego desperté acá.

En ese sótano sentí que me moría y fue así, porque mi corazón aún bombea pero mi vida, la vida que conocía ya ha sido arrebatada por un hombre que ya descansa en una tumba mientras yo sobrevivo a su maldad.

No me doy cuenta de en qué momento empecé a gritar entre lágrimas. Maldigo no poder ignorar a mi propia mente, encerrarme en mí misma, ser ajena a mi entorno.

Mis padres dicen palabras, no las entiendo, aunque creo que por el tono y sus movimientos me piden que me calme. No puedo dejar de verlo a él, parpadeo y parpadeo pero sigo viendo su cara, sintiendo su cuerpo, oliendo su aliento.

Una puerta se abre, entran dos personas apuradas.

—Tenemos que sedarla —dice una.

—Por favor, retírese —dice otra, quizás a mis padres.

—Tranquila, Sandra. —La persona que se ha acercado a la bolsa de suero que está conectada a mi brazo está vestida de blanco y noto que me mira con gentileza. No puedo detener mi llanto—. Descansa, cariño, tranquila.

Mi visión empieza a tambalearse o no sé si soy yo la que se mueve, pero me mareo de pies a cabeza. Me aterra dormirme, me aterra despertar después y no estar acá, pero no puedo evitarlo; mi ritmo cardíaco va bajando, mis ojos se cierran como si pesaran toneladas enteras.

Lo último que veo es la cara empapada de mi papá en una esquina de la habitación.  

✩━━✩━━✩

En el corazón de Sandy •TERMINADA•Where stories live. Discover now