TREINTA Y NUEVE: La esperanza y al determinación

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CAPÍTULO 39
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Sandy

Empecé a contar el paso de los días por la cantidad de veces que él viene a visitarme. Una vez, asumo que por la mañana, para llevarme al baño; dos veces para traer comida y una vez más, supongo que en la noche, para hablar conmigo... aunque yo nunca le respondo.

Esto es lo que sé hasta el momento: estoy en un sótano, específicamente en un cuarto al fondo de ese sótano. El baño queda a un par de metros, pero nunca me lleva arriba, de modo que no veo luz del sol ni sé bajo la casa de quién estoy. Ni siquiera sé si sigo en mi ciudad.

No vive solo. Lo sé porque la comida que me trae siempre es demasiado casera y bien hecha como para ser preparada por él; simplemente es imposible que esa mente perversa y esas manos asquerosas cocinen tan bien.

Le molesta que no le lleve la corriente; los primeros días me negué a comer, un par de veces se limitó a mirarme mal y decirme que si me moría de inanición no era su culpa, pero al ver que mi voluntad era mayor que el hambre, me abofeteó cuando me rehusé de nuevo. Mi labio y mi ceja sangraron, el dolor sumado a la debilidad fue tanto, que decidí no volver a negarme a comer.

Vino horas después y me pidió perdón.

—No quería lastimarte, me hiciste hacerlo. Prométeme que no se repetirá.

Se lo prometí.

Tiene trabajo. No sé en qué, pero cuando viene en las mañanas, huele a jabón y su pelo está húmedo, suele ir bien vestido, no formal, pero sí decente y limpio. Cuando llega en las noches se queja en voz baja de lo pesada que fue la jornada, de lo desesperantes que son los clientes.

Es inmune a mi llanto y a mis súplicas, aunque después del tercer día me permitió tener una mano libre. No me sirvió para liberarme porque las cadenas que me sostienen el resto de extremidades son imposibles de quebrar con mi poca fuerza, pero entre tener cuatro extremidades inutilizadas o tener tres, prefiero tres.

Le gusta tocarme. Sus manos han recorrido cada trozo de piel que ha podido, desde mi cuello, mis senos, mi abdomen. Una noche me miró diferente, me miró con hambre. Se acercó a mi pantalón, el que no he cambiado en... nueve días, coló sus dedos alrededor del elástico mientras yo sollozaba.

No sé si fue un acto consciente, un mecanismo de defensa o suerte, pero una arcada subió por mi garganta y vomité, salpicándolo. Se retiró de inmediato, me abofeteó de nuevo y me insultó con palabras que me cuesta repetir incluso en mi mente.

Tan bajó he caído que soy capaz de alegrarme porque sienta asco de mí.

A la mañana siguiente no solo me llevó al baño oscuro del sótano, sino que me cubrió los ojos, la boca y me hizo subir escaleras. No vi, pero sí sentí la luz solar tras la venda. Me llevó a otro baño más grande que sí tenía ducha. La calentó, me dijo que me quitaría la cinta de la boca pero que si profería un solo sonido, iba a matarme. Le creí. Me quitó la ropa; no fue brusco, pero al ser contra mi voluntad se sintió como una agresión.

Ahí aprendí otra cosa: es un perdedor, un fracasado, un cobarde.

Mi desnudez lo intimidó. Miró para otro lado, como un adolescente que jamás ha visto una mujer en persona, que solo las ha visto en revistas y en una pantalla. Se sonrojó y cerró la cortina de la ducha para dejarme sola, aunque no se alejó y cada tantos segundos se asomaba a mirarme.

Humillada, aproveché el agua porque no sabía si volvería a tener la oportunidad de limpiarme de nuevo y mi propio estado me daba asco.

A decir verdad, me tranquilizó un poco ver la reacción de ese bastardo al verme. En cada ocasión que iba a verme a mi prisión, mi corazón escapaba de mi pecho por el terror de que esa vez fuera por fin el momento en que me tomaría a la fuerza.

En el corazón de Sandy •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora