19 | Los koalas no comen humanos

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19 | Los koalas no comen humanos

Meneé la cabeza al ritmo de la canción de rock de los ochenta que sonaba en el reproductor. A mis hermanos solían gustarle mucho este tipo de grupos y de tanto escucharlos habían terminado agradándome a mí también. Ahora era difícil no escucharme tararear alguna de sus baladas favoritas cuando íbamos juntos en el coche, mientras ellos acompañaban mis canturreos con gritos y solos de batería imaginarios.

Devon giró la ruedita del volumen hasta dejarlo a cero. Cuando me volví hacia él para recriminarle el gesto, dio un fuerte golpe al volante y alzó uno de sus dedos, sin apartar la vista de la carretera.

—Di una sola palabra y te echo del coche a patadas.

Rodé los ojos. La verdad era que, por mucho que me quejase de la actitud bromista de los gemelos, prefería ser el centro de sus burlas a soportarlos cuando estaban de mal humor, tal y como mi hermano se había levantado esa mañana.

Devon estaba enfadado con el mundo. Ni siquiera Lizzie, que era algo así como su punto débil, había conseguido sacarle una sonrisa. Y mi comportamiento tampoco ayudaba, pues no había sido capaz de aguantarme la risa durante el desayuno, después de que se echase encima el cuenco de cereales y mamá le obligase «amablemente» a subir a cambiarse la camisa.

Le faltó poco para romper la puerta del armario, pero fue divertido.

El único que podía controlar a Devon en sus momentos de furia era su hermano gemelo. Por eso, cuando mamá y yo nos enteramos, al entrar en su habitación, de que Dylan no había vuelto a casa después de pasar la tarde —y la noche— con su novia Megan, supimos que Devon iba a terminar destrozando todo el mobiliario de la casa como no lo sacásemos pronto de allí.

En un intento de conservar su hogar intacto, mamá le dio las llaves del coche y le pidió que me llevase al instituto. Normalmente tenía que irme andado cuando Dylan no estaba en casa, de modo que pensé que mi progenitora estaba haciéndome un favor y la llené de besos y abrazos para agradecérselo.

Sobra decir que había pecado de ilusa.

—Una sola palabra —bromeé, tratando de hacerlo de rabiar.

Devon volvió a gruñir.

—Es mi última advertencia. Cállate.

—No.

—Eleonor... —Cuando tuvo que pisar el freno por tercera vez consecutiva, golpeó el volante con ambas manos e hizo sonar la bocina del coche—. ¡Joder, este tío no sabe conducir! ¡Ve más rápido, maldito imbécil! Se acabó, voy a adelantarlo.

Saltándose todas las reglas escritas de circulación, Devon apretó el acelerador, cambió de carril —a pesar de que estaba prohibido hacerlo en ese tipo de carretera— y se posicionó delante del coche rojo que llevaba atormentándolo todo el camino. Yo me volví hacia él, con el corazón latiéndome a mil por hora. Pero ni siquiera me miró de vuelta, ya que estaba demasiado ocupado observando al conductor del otro vehículo.

—Cómo no, tía tenía que ser.

Ante su comentario, no pude evitar golpearle el brazo con fuerza.

—¡Eso ha sido muy machista!

—No digas tonterías.

—¡Machista!

—Y encima no tiene pinta de tener más de veinte años —añadió con molestia, ignorándome por completo—. Genial, otra maldita adolescente con las hormonas alborotadas para arruinarme la vida. Jodidas niñatas. Son todas iguales.

—No digas palabrotas —lo reprendí— o le diré a Olivia que eres un vulgar.

Hizo una mueca.

—Ni me la menciones.

Un amigo gratis | EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now