22 | Una estrella fugaz

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22 | Una estrella fugaz

El frío me golpeó como si se tratase de una pared en cuanto puse un pie en el umbral. Tras cerrar la casa con llave, me apresuré a ponerme el abrigo mientras bajaba las escaleras del porche. Nash seguía esperándome abajo, en el mismo sitio que antes. Tenía las manos en los bolsillos y, al verme, volvió a sonreír. Mis labios se tomaron la libertad de imitar a los suyos y curvarse hacia arriba.

De repente, una corriente de aire helado hizo silbar los árboles, colándose en mis venas y destrozando el encanto del momento.

—Voy a matarte —refunfuñé mientras me acercaba a él—. ¿No podrías haber esperado hasta que hiciese un poco más de calor para hacer esto?

Enarcó las cejas con diversión.

—Es viernes por la noche, hay luna nueva y ni una sola nube en el cielo. He venido a sacarte de casa. Deberías estar agradeciéndomelo.

Rodé los ojos.

—Cállate.

—Vámonos, anda.

Abrió la puerta de la verja y se hizo a un lado para que yo pasara primero. Desviando la mirada, me abracé a mí misma con más fuerza antes de cruzar a regañadientes. Nash hizo lo mismo y, tras dejar la cancela bien cerrada a sus espaldas, echó a andar a mi lado.

Antes de lo que me esperaba, el silencio nos consumió por completo. Nash iba varios pasos por delante de mí, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Seguramente debía de estar dándole vueltas a algo, porque no pronunció ni una sola palabra durante todo el trayecto. Y yo tampoco.

Cuando llegamos a una pequeña plaza que había cerca de mi casa, junto al parque en donde solía reunirme con mis socios de UAG, me di cuenta de que tenía prácticamente un pie en la carretera —lo que era bastante peligroso, a pesar de que apenas hubiese tráfico en esa zona—, de modo que me moví hacia la derecha para adentrarme más en la acerca, hasta que la distancia entre la mano de Nash y la mía fue casi nula.

Tragué saliva en el momento en que nuestros dedos se tocaron. Él debió notarlo, porque alzó la vista con rapidez para mirarme a los ojos. Después de haberme pasado varios minutos sin escucharla, su voz me resultó extraña cuando habló.

—¿Puedo?

No tardé mucho en averiguar a qué se refería. Con el corazón en la garganta, asentí con la cabeza, y Nash me dedicó una media sonrisa antes de hacerlo. Poco a poco, sus dedos se colaron por los huecos que había entre los míos y viceversa, hasta que nuestras manos terminaron entrelazándose.

Cogí aire. Iba a darme un patatús.

—Lo siento —murmuró a cabo de un rato. Me volví hacia él con el ceño fruncido, dispuesta a discrepar, cuando añadió—: Lo que pasó el otro día... Dios, me comporté como un auténtico idiota. No debería haber reaccionado así. Tenías razón en todo. La culpa es mía y...

—No importa, Nash. No te preocupes por eso —le interrumpí—. De todas formas, yo tampoco hice las cosas bien.

Negó con la cabeza.

—¿Qué? No, no digas eso. Siempre que intento disculparme dices eso. Para de una vez y escucha lo que tengo que decirte.

—Pero es cierto. —Ante mi insistencia, soltó un gruñido—. Llevo casi una semana sin hablarte.

—Seguro que estabas ocupada.

—Han sido siete días, Nash.

—Tendrías muchas cosas que hacer —añadió—: Además, yo también podría haberte hablado y no lo hice. Estaba esperando a que lo hicieses tú.

Un amigo gratis | EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now