32 | La fiesta de San Valentín

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32 | La fiesta de San Valentín

Tragué saliva y mire hacia abajo, hacia la zona de mis muñecas, que ahora estaban completamente vacías. Hacía menos de una semana, había decidido quitarme todas las pulseras que las decoraban. Si era sincera, todavía no encontraba una razón válida para justificar el acto, así que supongo que fue porque ya estaba empezando a cansarme de ellas.

Cuando cumplí ocho años, mamá me regaló un joyero de color rojo que nunca llegué a utilizar. Después de pasarme más de treinta limpiándolo y arreglando la cerradura, que había acabado estropeándose con el paso del tiempo, decidí que había llegado el momento de hacerlo. No había un sitio mejor para guardar mis pulseras, así que me las quité y las metí todas a presión en uno de los cajoncitos.

Todas excepto una, claro.

La suya.

Intenté hacerlo, de veras. Estuve un buen rato repitiéndome a mí misma que tenía que desabrocharla y enterrarla en lo más profundo de un armario. Aquel trozo de cuero no se merecía ningún trato especial. Al menos, no después de lo que había pasado. Me negaba a perder mi orgullo de esa forma, sobre todo teniendo en cuenta que hacía semanas que su antiguo dueño había decidido empezar a ignorarme.

En concreto, llevábamos catorce días envueltos en esta situación. Catorce días en los que no se dignó a mirarme, ni mucho menos a hablar conmigo. Cada vez que estábamos juntos reinaba el silencio, y aunque solo nos veíamos durante el descanso para comer, que solía durar menos de dos horas, yo me pasaba las veintidós restantes sumida en un estado de autocompasión. Las peleas con mi hermano —que seguían siendo frecuentes— me habían dejado sin ánimos para estudiar e ir al instituto, y ahora, tras esto, ni siquiera me quedaban ganas para asistir a las sesiones con los socios de UAG que tenía pendientes.

Mi falta de energía no pasaba desapercibida para mis amigos que, conscientes de la tensión que se instalaba en la mesa cada vez que Nash y yo nos sentábamos en ella, estuvieron más de cuatro días atiborrándome a preguntas acerca de cómo iban las cosas. Por suerte, al final desistieron y tomaron la decisión de mantenerse al margen.

O, al menos, Julie lo hizo. Pues, pese a todo el tiempo que pasaba con Nash y lo mucho que él debía de haber despotricado sobre mí estando ella delante, siempre se tomaba unos segundos para sonreírme cuando me veía por los pasillos. E incluso se paraba, me preguntaba cómo me había ido el día y se encargaba de recolocarme el pelo cuando veía algún mechón fuera de lugar.

La verdad es que odiaba que fuese tan agradable. Detestaba con todas mis fuerzas que sonriese tanto, que tuviese un corazón tan grande y que mi estúpido cerebro y yo fuésemos incapaces de sacarle un maldito defecto. Era verdaderamente estresante que se pareciera tanto a mí en todos los aspectos, porque estos últimos días yo había estado comportándome de una forma muy distinta a lo habitual, y temía que ella pudiese ocupar ese puesto de «chica alegre y confiable» que me había ganado en la vida de los demás.

Inclusive en la de Nash.

Y, si eso ocurría, ya no me quedaría nada.

—Así que... ¿sigues sin encontrar pareja?

La pregunta de Devon fue como un balde de agua fría cayéndome encima. Desde un sexto piso, cubo incluido; me hizo despertar de mi ensoñación y recordar dónde me encontraba. En su coche, junto a Olivia, de camino a la fiesta de San Valentín.

Esa a la que Julie me había invitado y hacía unas semanas yo me negaba a ir.

Esa a la que iba a ir sola.

Patético.

A pesar de que recordarlo me había dejado sin ganas de asistir, decidí disimularlo lo mejor que pude. Mis ojos se clavaron en los de mi hermano a través del espejo retrovisor y me encogí de hombros.

Un amigo gratis | EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now