Capítulo 1

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El agradable olor a café molido perdió su magia cuando Maia fue incapaz de callar las voces de su interior.

Guardó los apuntes en el bolso de tela y se apresuró a salir de la facultad. Fuera, el cielo estaba despejado. Las espesas nubes grisáceas se marcharon hacia el este, dejando espacio a varios débiles rayos del sol. Caminó hasta la parada de tranvía más cercana y se subió en él, con rumbo a las afueras de la gran ciudad. Pese a que la duración del trayecto no variase, a Maia le resultó más breve. Estaban tan absorta en sus pensamientos... No se percató de que una anciana trataba de guardar su paraguas sin mucho éxito, que un grupo de niños correteaba por los estrechos pasillos del vagón o que el paisaje cambiaba más allá de las ventanas. Maia logró llegar a su destino porque, simplemente, su parada era la última de todas.

Llegó al portal de su casa pensando en su futuro. Maia no se despertaba con entusiasmo por ir a la universidad, pero tenía miedo de que, si dejaba la carrera, no pudiera encontrar algo mejor. Lo que tenía claro era que quería que cada uno de sus días fueran únicos y diferentes; que la hicieran sentirse viva, con un cosquilleo en el estómago y con una sonrisa de calambres en las mejillas. Si tan cierto es que solo hay una vida, Maia quería sacarle provecho. Sin embargo, no sabía cómo.

A veces, el camino hacia lo desconocido teme. Otras, quizá sea un salto de valentía.

Se dio prisa en adentrarse en el edificio. El barrio donde vivía era lo suficiente pequeño como para que los rumores volasen casi más rápidos que un rayo y ella ya tenía suficiente con su mar de dudas. No necesitaba ser la comidilla de nadie.

Tampoco le gustaba ser el centro de atención.

Aunque llegó a serlo cuando su padre falleció. Sin embargo, con el paso de las semanas, de los meses y de los años aprendió a convivir con ello: primero, a evitar las miradas de lástima y compasión desmedida de los vecinos; después, vivir en una casa que, de un día para el otro, se sentía vacía. Maia se acostumbró del mismo modo que lo hizo a la universidad.

Entró en casa, atravesó el pasillo y llegó al salón, aún con bolso y llaves en mano. Se encontró a su madre sentada en el sofá. Tenía el cabello recogido en un moño desordenado que siempre se hacía para andar por casa; también sujetaba una copa de vino blanco entre las manos. El contínuo repiqueteo del dedo en la copa le desveló a Maia que estaba nerviosa. Y su madre no era alguien que se inquietara con facilidad.

A su lado se plantaban un hombre y una mujer que, a cálculos de Maia, no pasarían de los treinta años. Ante los desconocidos, apretó las llaves y tragó saliva, a la espera de lo que sea que fuera aquello.

―Tú debes de ser Maia. ―Fue el hombre quien le tomó la delantera a su madre, incluso a la propia Maia―. Será mejor que te sientes.

Antes de hacerlo, intercambió una rápida mirada con su madre, quien asentió con suavidad. Apretó la bolsa con el regazo y esperó, cada vez más nerviosa.

―Venimos del SIM ―aclaró la mujer, que si bien era cierto que era algo más joven que su acompañante. Por sorpresa de Maia, ambos hablaban un perfecto español, aunque por la forma en la que pronunciaban ciertas sílabas se notaba que eran extranjeros.

―¿El SIM? ―quiso saber la universitaria.

―El Servicio de Inteligencia Mundial. Queremos hablar contigo.

―¿Conmigo? ¿Por qué? ¿Qué ocurre, mamá? ―contestó sobresaltada.

A Maia le empezaron a sudar las manos y, aun así, se esforzó en mostrarse firme. Pasó la mirada por los extraños y se detuvo en la mujer, que por su postura, supo que era la más extricta de los dos. Una placa metálica con el acrónimo grabado en ella descansaba a la altura de su delgada y fibrosa cintura. A Maia le temblaron las rodillas. ¿Y si se había metido en problemas?

El otro ladoWhere stories live. Discover now