Capítulo 8

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Un rostro pálido miraba a Maia desde el otro lado del espejo. Lo era tanto que, si no fuera por los ojos azules (que desde la primera dosis de Sinaxil habían perdido su brillo habitual) no lo reconocería.

No se reconocería.

Maia pestañeó y solo así pudo regresar a la realidad. Aún quedaba trabajo que hacer. Se inclinó sobre el lavabo, se mojó la cara con agua helada y se dio varias palmaditas en los mofletes para espabilarse aún más. Era tal el dolor de cabeza, que era incapaz de pensar con claridad. Sentía que sus pensamientos se habían vuelto pesados y lentos.

Jon tocó la puerta del baño con los nudillos, preocupado por la tardanza de su novia. Si los días ya eran agotadores, ahora que habían iniciado con la administración de la droga lo eran más: agotadores, pero sobre todo dolorosos. Odiaba ver a Maia así.

Ella, sin embargo, permaneció en silencio frente al espejo mientras el chorro de agua corría de fondo. No hubo ninguna palabra, tan solo más golpes y voces al otro lado, que se sumaban al de Jon. Aunque en parte lo quisiera, no podía quedarse allí eternamente.

―¿Estás bien? ―quiso saber el chico en cuanto la puerta se abrió.

―Sí.

―¿Seguro? ―insistió, pues Maia apenas le miró. Ya no lo hacía; no al menos como antes. Ambos se sujetaron la mirada, pero Jon volvió a ceder―: Pensaba que te había pasado algo. Las migrañas de hoy son más intensas.

Maia agachó los ojos, avergonzada y sintiéndose algo culpable por sentirse tan alejada de su novio. Desde el día en que llegaron a las instalaciones de la SIM, ha estado encerrada en sí misma, en sus pensamientos de vaivén y en un pasado que no parece querer avanzar. Y, aún así, Jon seguía estando con ella. Siempre había sido así, incluso cuando no le gustaban las decisiones de Maia. La quería y eso bastaba para apoyarla en lo que fuera.

Tras la primera dosis de Sinaxil, Maia perdió el conocimiento por unos minutos que para Jon fueron eternos. Cuando se despertó, no fue capaz de probar bocado durante el resto del día. Si lo hacía, estaba segura de que vomitaría. Las migrañas también se volvieron sus mejores amigas (o, mejor dicho, enemigas). Estaban presentes en cada paso, movimiento y pestañeo, obligándola a guardar cama. Aun así, el doctor Moore quiso seguir adelante con la operación: tenía una dosis de Sixanil lista para ser administrada.

Jon trató de convencerlo de que Maia necesitaba reposo, pero el hombre le prometió que la droga la ayudaría. «Su cuerpo se acostumbrará antes» había dicho y, para sorpresa del novio, Maia mejoró al cabo de unas horas.

Sin embargo, no lo suficiente.

―El agua me ayuda a calmar las migrañas. ―Pese a la mejoría, no conseguía zafarse de ellas. Tampoco de las nauseas que la invadían cada vez que se levantaba tras estar un buen rato sentada o tumbada.

―Aún estás a tiempo de volver a casa con tu madre.

Maia, en cambio, negó con la cabeza y respondió:

―Tú mismo lo dijiste: cuanto más al fondo, más difícil es salir. Creo que ya no tengo otra opción que seguir adelante. Si regreso a casa, todo esto no habrá servido para nada.

«Y no me gusta sufrir en valde» agregó en su cabeza.

Jon se hizo a un lado y se dirigió a la cómoda en la que reposaban los papeles que días atrás le había entregado el director de la operación. Los cogió y se giro hacia Maia. Después, suspiró. Era cansado, pero lo seguiría intentando. Sospechaba que todo aquello de la SIM y de la misión suponían más riesgo de lo que les habían prometido los agentes.

―Ya sabes que esto no me gusta. ―Agitó los papeles en el aire.

―Sí, lo sé. ―Maia se sentó a los pies de la cama, agotada, y se frotó los ojos.

―¿Viajes por el Multiverso? ¿Drogas? ¿Experimentos? ¿Héroes y villanos? Tu vida no es un juego. Por favor, regresemos a casa. Deja la carrera, vente a vivir conmigo una temporada, nos iremos de vacaciones o a playa, lo que quieras, pero volvamos.

―No me voy a rendir. ―Maia seguía dispuesta a conocer los secretos de su propio pasado.

―No te pido que lo hagas, solo que abandonemos esto. Nunca es tarde para hacerlo, sobre todo cuando tu vida corre peligro.

―No lo entiendes ―espetó Maia.

―Esta no eres tú. ―El susurro de Jon salió solo, como si, después de tantos días encerrado, por fin se liberara.

―¿Ah, no? ¿Y quién soy? ―Alzó la mirada y la sostuvo en el rostro del chico. Después, más allá de sus hombros.

La puerta de la habitación de había abierto en silencio, dejando ver a un Max Moore curioso por la conversación. Enseguida comprendió que había llegado la hora de iniciar la prueba final, antes de proceder con la Operación Reizen propiamente dicha. Así, se despidió de Jon.

―Sé perfectamente que esto no es un juego. Sé que estoy poniendo mi vida en peligro. Sé lo que he aceptado al unirme a esta misión, del mismo modo que sé que no hay vuelta atrás; nunca la ha habido. Mis padres me metieron en esto. Me fastidia que tengas que verme así, que tengas que aguantar esto y que no te guste ni un solo pelo, porque es normal. Es horrible. Pero ahora mismo no puedo hacer otra cosa. Lo siento.

Jon bufó, mosqueado y lleno de impotencia.

―Está bien. Haz lo que quieras, pero no pienso quiero ver cómo te rompen en mil pedazos. Hoy me quedo aquí.

Para Maia, las palabras de Jon fueron como un jarro de agua fría en pleno invierno. No obstante, no encontró palabras con las que responderle. Quizá porque simplemente no pudo hacerlo. O no quería. Aunque pareciera mentira, la Operación Reizen le estaba dando un propósito, y en concreto las piezas del puzle que la obligaron a perder muchos años atrás. Estar allí era una oportunidad para conocerse y conociéndose se llenaba.

Además, con la misión salvaría el mundo, los pequeños detalles y los momentos mágicos. Pero, sobre todo, se salvaría a sí misma.

—Maia, es la hora. Tenemos que empezar la prueba.

Apretó los labios, tragó saliva con dificultad y siguió a Max por los pasillos. 

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