Capítulo 4

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―Nunca puedes dudar. Hacerlo, incluso durante un segundo, puede significar el fin.

Era ya la enésima vez que Maia escuchaba esas mismas palabras. Estas, aunque al principio le habían dejado impactada y pensativa, ahora carecían de importancia. La agente Fisher le había repetido tantas veces el mismo consejo que esta vez Maia no pudo evitar poner los ojos en blanco y asentir, dando a entender que era la persona más interesada en lo que la agente tenía que decir (dato: no lo era). Aun así, la agente siguió con su charla. Caminaba de un lado a otro de su despacho, casi como una profesora sin energía pero con la obligación de dar clase a su peor alumna. Así era. Después de casi todo un fin de semana escuchando ―y estudiando― tanta teoría y protocolos, quería pasar a la práctica y terminar con aquello de una vez por todas.

Tras la primera noche, había empezado a arrepentirse de su decisión.

―Cuando estés en el Otro Lado, tendrás que ser cuidadosa y acatar todas mis órdenes. Hasta el fallo más pequeño puede ser grave. Deberás recordar que somos unas visitantes, que ese universo no es el nuestro.

―Ententido ―se limitó a contestar Maia.

―Lo primero que haremos al llegar será encontrar un piso seguro. Tendremos que suministrarnos y planear nuestros próximos movimientos. No sabemos lo que vamos a encontrar allí. Así que estableceremos contacto con el SIM.

―¿Cómo sabes que hay uno al Otro Lado?

―Tiene que haberlo.

―Ya, pero ¿cómo puedes estar tan segura de que nos van a ayudar? Dos personas que viajan a través del Multiverso casi a ciegas para detener a un villano que deja muertos allá por donde va. Sí ―Maia alzó los brazos―, suena muy convincente.

La agente se detuvo de golpe, resopló con fuerza y se llevó las manos al cabello. Los tirabuzones rubios se le alisaron por unos breves segundos, sobre todo mientras cerraba los ojos y trataba de respirar hondo, en busca de paciencia.

―Crees que esto es un juego ―afirmó.

―No, no lo creo.

¿No lo hacía? Maia sabía que todo eso de la Operación Reizen no era un juego; que era cierto. Al fin y al cabo, no había visto a su madre tan nerviosa e inquita como la vez que comprendió que su secreto había salido a la luz; ni podía no creer a dos agentes que aparecieron por arte de magia en su casa, con dos esposas preparadas por si algo se torcía, un expediente y una gran responsabilidad que lanzarle a Maia.

Nada de aquello era un juego, pero Maia tampoco lo podía creer cierto; algo creíble. Aún le costaba asumir dónde estaba.

La agente resopló; le desquiciaba tanto Maia como la idea de que ella fuera su compañera en esta misión. Lo cierto es que Jessica Fisher siempre ha sido una loba solitaria que prefería hacer las cosas por sí sola, sin ayuda de nadie. Según ella, era la mejor forma de mejorar, si bien ignoraba que ella era su peor enemiga.

Había sido la compañera del agente Moore durante los últimos meses y, pese a que tardó en acostumbrarse a tener a alguien con quien compartir su trabajo, avances e ideas, terminó por hacerlo. Y no solo eso. Había sido la compañera del agente Moore durante meses y, aunque al principio se vio molesta por tener que compartir su trabajo e ideas con alguien, terminó acostumbrándose. Y no solo eso. Cuando Max no aparecía en el trabajo o cuando no respondía a sus llamadas —algo que rara vez ocurría—, para Fisher el día se volvía un poco grisáceo, como esas tardes de otoño lluviosos que nos obligan a quedarnos en casa tras un verano soleado.

La puerta de cristal del despacho se abrió de improviso. Max Moore asomó la cabeza y les avisó a Maia y a Jessica que el tiempo de entrenamiento había terminado por ese día. Con una sonrisa ladeada dibujada en los labios, Maia se levantó del sillón acolchado del que se había adueñado y se despidió de la agente.

Max y Maia caminaron juntos hasta alcanzar el sótano de las instalaciones. Tan solo habían pasado dos días desde que la joven había llegado allí, pero fue suficiente para que el edificio se llenara de científicos de bata blanca y agentes con placa, porra y pistola a la cintura. Los pasillos ya no se veían (ni se sentían) tan vacíos o silenciosos. Las puertas se abrían y se cerraban, el personal caminaba de aquí para allí y los agentes vigilaban cada esquina, entrada y salida. Lo que más le llamó la atención a Maia fue la gran variedad de idiomas que se escuchaban, todas las nacionalidades que podían unirse en una misma sala; todas unidas para enfrentarse a una amenaza común cada vez más fuerte.

Una que Maia debía ayudar a eliminar. ¿Cómo? Aún no sabía cómo. Conocía el protocolo y los pasos que seguiría al llegar al Otro Lado. Sin embargo, aún no sabía cómo iba a hacerlo.

Todavía no le habían enseñado nada sobre sus habilidades. Y de todo aquello, era lo que más fascinaba a Maia.

―Una semana atrás una pequeña ciudad del norte de Francia sufrió un ataque ―dijo de pronto Max, algo que despertó el interés de la joven―. Una casa de campo ardió en llamas y, cuando el fuego entró en contacto con el gas, explotó.

―¿Qué ocurrió después?

―Afortunadamente solo hubo un fallecido, ningún herido ―agregó tras girar hacia la derecha en una esquina―: una mujer de mediana edad. La noticia solo apareció en el periódico local, que aseguraba que el incendio se produjo a causa de una cerilla mal apagada.

―Pero no fue así. ―Maia ya iba aprendiendo que no todo ocurre por casualidad o por accidente.

―Alguien había entrado en la casa de campo, husmeado en los armarios y provocado un incendio para ocultar sus huellas. O eso creemos. De todos modos, mis compañeros de Francia prefirieron no arriesgarse y activaron las alarmas.

No tardaron mucho en llegar al sótano, donde se había instalado un pequeño gimnasio en el que Maia, junto a Max, había comenzado a mejorar sus pésimas habilidades de combate. La agente Fisher no creyó que fuera necesario someter a Maia a tantos entrenamientos, pero el director del SIM creyó que cuanto mejor preparada estuviese Maia para viajar al Otro Lado, más probabilidades habría de que la misión fuera un éxito.

Max encendió las luces y, rodeados de cintas de correr, bicis estáticas y pesas, el chico colocó una gran colchoneta en el centro. Buscó los guantes de boxeo y se los lanzó a Maia.

―¿Cómo te ha ido con Jessica?

A Maia le resultaba mucho más agradable pasar las horas con Max que con su compañera. Al menos, él era experto en sacar diferentes temas de conversación, más allá de la misión. Por eso mismo, Maia se animó a recitar:

―Si dudas durante un segundo, todo acabará.

Max se rió.

―Eres demasiado dura con ella ―admitió, aun con una sonrisa en los labios.

―Ella es demasiado dura consigo misma, y con el resto ―agregó en última instancia la joven.

―No siempre es tan seria.

―Si tú lo dices...

Maia terminó por prepararse. Tras fundarse los guantes, dio unos pequeños saltitos, giro la cabeza con suavidad y sacudió las manos. Estaba lista para comenzar con el entrenamiento. Para eso, y para ser derrotada en combate, una vez más, por Max Moore.

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