Capítulo 2

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Desde la ventana, Maia podía ver el estadio de fútbol del equipo local: moderno, inmenso e imponente. Hacía un año que lo habían renovado para aumentar su capacidad. Alrededor de él, se reunían cientos de hinchas, animados y emocionados por el inmediato comienzo de uno de los partidos más importantes de la temporada. Cantaban, saltaban y se abrazaban; también compartían cervezas, apuestas y nombres de los posibles goleadores. Les daba igual que el cielo se estuviera llenando de cada vez más nubes. No tenían ni la más mínima intención de regresar a sus casas, al resguardo de la lluvia. Maia observaba el escenario desde la lejanía.

―Siéntate, por favor.

Max Moore había avisado a la agente Fisher de la llegada de Maia, quien finalmente aceptó escuchar para qué la necesitaban exactamente. Tras avisar a su novio, se subió a un coche con Max y se dejó llevar. Terminó en una especie de piso franco que apenas tenía muebles, menos decoración.

Dos habitaciones, un pequeño baño y una cocina que a la vez hacía función de comedor, unido al salón, contó Maia con un rápido vistazo a su alrededor. Era un apartamento pequeño, alquilado de forma rápida y de mala manera, pero que cumplía su función de dar cobijo y privacidad a los agentes del Servicio de Inteligencia Mundial.

La chica apartó la mirada de la ventana. El reflejo de unas manos temblorosas y un rostro perdido se alejó del cristal. Maia siguió los gestos de Max y tomó asiento frente al ordenador portátil que había instalado el chico sobre la mesa del salón. Aunque estuviera nerviosa, se dijo que no apartaría la mirada de la agente Fisher, no después de lo ocurrido en su casa. Pese a que Maia había aceptado, seguía sin fiarse de la mujer. Y, al parecer, el sentimiento era mútuo: la agente no apartaba la mano de la culata de su pistola.

—Los experimentos se cancelaron hace años —le informó Max a Maia tras un largo silencio, con la intención de tranquilizarla y comenzar a ganarse poco a poco su confianza. Después, pulsó una tecla del portátil y la pantalla se encendió—. Mi superior te contará todo lo que quieras saber.

Maia tragó saliva. Por fin sabría dónde encajaba. Durante el trayecto en coche había pensado en ello. Había intentado volver atrás en el tiempo, excavar hasta lo más hondo de su memoria para obtener algo de información antes de que otros le desvelasen qué ocurrió en sus primeros años de vida. Pero no tuvo éxito.

Max pulsó otra tecla y una videollamada se puso en marcha. Al otro lado de la pantalla les esperaba un hombre con el cabello algo canoso y de mirada cansada. Enseguida, las piernas de Maia tomaron vida propia; comenzaron a moverse arriba y abajo, inquietas.

Sin embargo, tan pronto como advertió el temblor de una de las manos del hombre, los recuerdos aterrizaron en su mente de sopetón. Vio una sala grande, amplia y de paredes frías; una mesa a un lado con cientos de papeles y carpetas sobre ella, estanterías de cristal llenas de probetas de diferentes colores y tamaños, cada una con su etiqueta correspondiente. Entre todo ese jaleo, recordó a un hombre demasiado encorvado y machado para su joven edad frente a una niña de ojos inocentes. Ahora era capaz de entender la sensación de peligro que rodeaba aquella sala años atrás.

«Es él».

Maia enseguida supo que se trataba del hermano de Max. En cuanto recordó lo que le contó de los experimentos, formó dos puños bien apretados sobre los muslos, ocultos bajo la mesa. La rabia hizo que se le tensaran los músculos. ¿Por qué Max no detuvo a su hermano al saber que experimentaba en niños?

De pronto, otro hombre, esta vez de rasgos duros, bigote y enfundado en un traje negro, apareció en pantalla. Tomó asiento junto al hermano de Max y se aclaró la garganta:

―Buenos días. Soy el director de la Operación Reizen: Arthur Jones. Es un placer tenerte con nosotros, Maia.

Era la primera vez que la joven escuchaba el nombre de la misión y, de alguna forma, saberlo le quitaba hierro a todo lo que estaba ocurriendo.

El otro ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora