Capítulo 2

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Consiguió perder a los agentes de policía. Aun así, no fue capaz de parar, mucho menos de tomarse un respiro. Maia siguió corriendo hasta encontrar un lugar lo bastante apartado de la nueva civilización para tranquilizarse y elaborar un plan de regreso. Había viajado sola.

Y eso no era lo acordado.

La noche no tardó en caer. Apropiándose de las sombras, Maia se escondió en un callejón estrecho. Se sentó en el suelo, lleno de bolsas de basura y plástico, y se apoyó en la pared, que apestaba a orina. Como pudo, se recogió el cabello en una cola alta con la goma que siempre llevaba en la muñeca. Después observó el vial de Sinaxil.

Si tan solo tuviera una jeringuilla con la que inyectársela...

«¡Mierda!». Empezó a ponerse nerviosa. Muy nerviosa. Aunque la hubieran entrenado, no estaba preparada para enfrentarse a esa situación. Ni de lejos. Ni aunque lograra contener las lágrimas de rabia y miedo y abrazarse a la calma.

Maia quiso regresar; dejar la misión y reunirse con Jon en la sala de pruebas. Le pediría perdón y admitiría que se había dejado meter en un agujero demasiado profundo. Apenas había pasado una hora desde la última vez que le vio, y ya le echaba de menos. Pero, sobre todo, quería volver con su madre, a su casa.

Al único lugar al que, de alguna forma, se había sentido segura.

Sin embargo, el mundo estaba en peligro. Un villano rondaba las calles de a saber qué ciudad del Multiverso y una joven capaz de tenerlo se aferraba a imposibles en un mugriento callejón. Era la misma de quien se esperaba que venciera al enemigo y salvara a la humanidad; quella que lloraba en silencio y soñaba con una simple caricia de su novio y su madre.

Maia no era ninguna heroína. No creía que lo fuera.

De pronto, distinguió una discusión airada. Estaba cada vez más cerca. Primero, Maia se aferró a las rodillas, como si quisiera hacerse una con la pared del callejón. Después, cuando a través de la nube de contaminación que envolvía la zona distinguió dos cuerpos delgados, se levantó. No intentó llegar a escuchar las palabras, sino que comenzó a alejarse con precaución.

No obstante, cuando el más alto de los dos dejo al descubierto una pistola, cuyo material brilló bajo la luz de la única farola del lugar, Maia se paralizó, casi como si la hubieran apuntado. Se le erizó el vello de los brazos y sintió un escalofrío bajo el neopreno, aún húmedo. En los últimos días Fisher le enseñó usar un arma de fuego, pero aun así no se sentía segura cerca de ellas.

Maia dio un paso atrás, solo uno, en contra del miedo que la paralizaba por completo; más aún cuando la culata de la pistola golpeó la cabeza de su adversario. El sonido de alguien chocándose contra uno de los contenedores del callejón fue lo que provocó que apretara el gatillo.

Fue rápido. Ensordecedor. Y, aun así, Maia se tapó la boca con ambas manos, ignorando el dolor que sentía en la rodilla izquierda.

El disparador la encontró entre las sombras, pero Maia no se dio cuenta hasta que la sangre de la víctima, despalomada en el suelo, le inundó la vista. Cunado sus miradas se toparon, otro escalofrío inundó a la joven. Las lágrimas le alcanzaron los ojos, le taponaron la garganta, le estrecharon los pulmones. Apretó el vial mientras lloraba.

Y, de pronto, la farola parpadeó rápido y descontrolada.

―¿Quién eres?

Maia evitó la pregunta, pero el hombre, cuya voz temblaba de nerviosismo, insistió.

―¡Te he preguntado quién mierdas eres! ―Hizo girar la pistola entre las manos y apuntó hacia el frente.

Hacia Maia.

Hacia la luz que iba y venía.

Las sirenas policiales se hicieron eco en el callejón. La habían encontrado. No supo qué hacer. Estaba tan aterrada que se dejó llevar y varias alarmas de tiendas, vehículos y garajes chillaron con fuerza. Algunos gatos huyeron de sus escondites, tras los contendores de basura. Se escucharon gritos de ayuda, de pánico. La gente estaba asustada.

Pero no tanto como Maia, pese a que fuera la llave del descontrol.

Del disparo que acertóen su cuerpo.

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