Capítulo 11

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El Justiciero corría por las calles de la ciudad, aún sin rendirse. Había aparecido otro cadáver, ahora en uno de los callejones más alejados del centro de la ciudad. Se trataba de un joven recién graduado en ingeniería química. Charles Einstein había sido el mejor de su promoción y estaba entusiasmado por cursar una segunda carrera. Desde que era niño había mostrado un desinterés por la abogacía que, desafortunadamente, disgustó a sus padres. Charles Einstein soñaba con curar el cáncer, el SIDA, el ébola y muchas otras enfermedades que aún no tenían cura. Según sus compañeros de universidad y amigos, Einstein era apasionado, soñador y, quizás, demasiado sensible. Nadie esperaba que desapareciera un día cualquiera a una hora cualquiera. Nadie diría que acabarían encontrando su cuerpo magullado y en muy mal estado en el callejón preferido de los traficantes de la ciudad. Aún a sabiendas de la pasión de Sin Rostro por los científicos, nadie pensaba que el joven fuera uno de sus víctimas.

Con este último, el Justiciero contó trece cuerpos, trece vidas inocentes arrebatadas en las últimas cuatro semanas. El tiempo entre la aparición de uno y otro era cada vez más corto, tanto que esta mala noticia llegó a asustar a los empleados del Departamento de Policía de la ciudad y al mismo equipo del Justiciero. Este, más que asustado, rabioso, prometió hallar a Sin Rostro, interrogarle y meterle en un calabozo para el resto de sus días. No tenía intenciones de echar la toalla, menos ahora que tenía a un miembro más en su equipo dispuesto a hacer lo imposible para detener al enemigo. Siguió recorriendo todas las calles de la ciudad en busca del villano.

Pero antes Nate visitó el callejón donde una treintañera que trabaja en un restaurante encontró a Charles Einstein, o, al menos, lo que quedaba de él. Allí, ya con el perímetro de seguridad fijado, Nate, como hijo de uno de los detectives más prestigiosos de la ciudad, le pidió al detective Reese, excompañero de su padre, que examinara el cuerpo con profundidad. Reese, a sabiendas del pequeño pero gran secreto de Nate, tomó las muestras suficientes del cuerpo y las guardó en un maletín para después entregárselo al chico. Antes de que este pusiera rumbo a su guarida para que la doctora Merch pudiera estudiar las muestras, Reese le desveló a Nate la identidad del cuerpo, suficiente para saber quién lo había asesinado.

—Haz lo que tengas que hacer, Nate —le dijo el detective—. Tu padre estaría orgulloso.

El chico asintió y, siguiendo el consejo del compañero y amigo de su padre, se convirtió en el Justiciero de licra azul. Recorrió la ciudad en busca del villano que aterraba las calles. Se detuvo en la casa de Charles Einstein y vio el rostro de una mujer que parecía haber sido tragada por unas lágrimas desgarradoras. Recordó a su padre, se recordó a sí mismo. Conseguiría parar todo el dolor innecesario. A la injusticia que día tras día tomaba más fuerza. No se detendría hasta conseguir que la balanza del bien y del mal se restaurase.

—Nate, tienes que volver —era la voz de la doctora Merch, que susurraba en los oídos del chico gracias a las últimas mejoras que había realizado David en el traje.

—No, Diana. Ahora no puedo.

Hubo un suspiro triste. Nate, de todos modos, no se detuvo.

—Es urgente, Smith —agregó Jacob con seriedad al ver que Nate seguía en sus trece—. Tu amiga parece tener serios problemas con la electricidad.

Nate tardó en actuar. Estaba tan centrado en seguir las pocas pistas que tenía de Sin Rostro, tan ocupado en mantener el recuerdo de un padre bañado en sangre, que no escuchó las palabras de su compañero. En cuanto lo hizo e imaginó la gravedad de la situación redujo la velocidad, clavó la mirada en el horizonte y se alteró. Si Maia no le mintió sobre su misión, los experimentos y las consecuencias de una droga que aún no tenía nombre en esa realidad alternativa, podía estar en peligro. Vio su reflejo en el cristal de uno de los rascacielos.

Jon González, su alter ego. Cambió sus prioridades. 

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