Capítulo 4

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Maia volvió a despertarse en la misma cama. Sobre ella, se expandía el mismo techo blanquecino y, si se esforzaba en mantener en calma el dolor que la atravesaba el cuerpo, era capaz de escuchar un zumbido constante, seguro que proveniente de los aparatos electrónicos y científicos que se salpicaban por la estancia. Casi llegó a pensar que estaba de vuelta en casa.

No era así.

Sobre todo, porque no estaba sola. Sentada frente a un escritorio y la pantalla de un ordenador se encontraba una mujer cuyos cabellos largos caían en perfectas ondas por su espalda. La bata desabrochada le ocultaba gran parte del vestido que llevaba puesto. Sus dedos bailan con naturalidad por el teclado del ordenador, ajena a los movimientos de Maia. Sin embargo, a ratos se masajeaba las sienes; otras, suspiraba con fuerza. Parecía agotada, como si estuviera a punto de arrojar la toalla. Maia se aprovechó de la oportunidad.

Ya no había enmascarados en la sala. El festival de disfraces ha acabado, pensó Maia, pero el comentario no le divirtió. En cambio, se le puso la piel de gallina. Había forcejeado en silencio y con suma cautela las esposas que le inmovilizaban las extremidades a la cama. Entonces, se dio cuenta de que ya no tenía una vía en el antebrazo y que las vendas ya no estaban ensangrentadas. Se preguntó cuánto tiempo había pasado desde que se desmayó.

Debía regresar a casa y temía que, cuanto más tiempo pasase en este nuevo mundo, más difícil le resultaría encontrar el Sinaxil y utilizar sus poderes.

―Te harás daño si no te estás quieta. ―De pronto, la mujer se giró hacia Maia, que dejó de forcejear, y se levantó―. Me han dicho que puedes controlar la electricidad y que eres hábil entrando en sitios cerrados a cal y canto. También que tienes poderes autocurativos.

―¿Los tengo? ―La pregunta de Maia salió sola, casi despreocupada, pues la voz de la mujer, que rozaría los treinta y cinco, era diferente al de su amigo enmascarado: más cercana.

Ante la confusión de la joven, la mujer se acercó a Maia y se dispuso a quitarle la venda. Poco a poco, destapó la herida de bala y dejó a la vista una pequeña cicatriz que empezaba a camuflarse con la piel.

—Solo han pasado cinco días —le informó.

—Es imposible —susurró Maia sin creer lo que sus ojos estaban viendo. Pasó por alto las horas que había pasado allí, encerrada e inconsciente, lejos de su familia, de su vida y de su mundo.

—Parece que tú eres especial.

—No lo soy —.Estaba harta de escuchar lo diferente que era de los demás. No lo era. No quería serlo.

—Lo has visto con tus propios ojos —La mujer permaneció unos instantes en silencio, momento que aprovechó para sujetarle la mirada a Maia, examinándola— Eres capaz de hacer cosas que un humano corriente no podría.

—Soy humana.

La mujer se encogió de hombros y agregó:

—Según nuestra base de datos falleciste hace un año. ¿Cómo has engañado a las autoridades durante tanto tiempo?

«Fallecida». Aquella palabra retumbó en la cabeza de Maia.

—¿Qué buscabas en esa tienda de ropa? ¿Qué contenía ese vial? ¿Quién eres de verdad, Maia? ¿Qué nos estás ocultando? ¿Es cierto que Sin Rostro...?

—No ―interrumpió ella―. No sabéis nada. Yo no engañé a nadie. No soy una fugitiva ni una ladrona. No sé quiénes sois. ¡Joder, ni siquiera soy de esta ciudad!

La mujer mantuvo el silencio y examinó a Maia. Esta vez, arqueó las cejas un par de veces y se masajeó el cabello. Estaba intentando llegar a una conclusión, o quizás pensando en su próximo movimiento. Finalmente, admitió:

El otro ladoWhere stories live. Discover now