Pedazos de Loza

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He pasado la semana en Italia, para cerrar tratos y ponerme al día con mi gran amigo Mauro, que dirige la Mafia en mi país natal.

Quería olvidarlo todo en aquella maravillosa mansión. La casa familiar no es tan grande como esta, pero tiene un extenso jardín, hectáreas completas de viñedos que antes pertenecieron a mi padre, a mi abuelo, a mi bisabuelo... La casa es blanca, el sol es caliente pero no asfixiante y el viento huele a césped y agua salada.

Sin embargo, no han sido las vacaciones relajantes que esperaba.

No pasó mucho tiempo cuando Mauro me habló de ciertos problemas en las cuentas que compartimos ambos. En los últimos tratos de tráfico de armas falta un dos por ciento del dinero. Tal vez no parezca demasiado, pero eso ya son cerca de medio millón de dólares.

Dinero que he perdido.

"- ¿¡Me estas diciendo que alguien me está robando!?- Subí el tono dejando de golpe el vaso de wiski sobre la mesa.

Ya era de noche, y podía oír los pequeños grillos en el exterior y la luz del porche. Y aunque la noche era tranquila y Mauro mantenía su gesto tranquilo, yo ya había perdido los estribos nada más enterarme.

- Y seguramente sea de los tuyos. Una rata."

Traición. Es una palabra que se paga muy cara en la mafia. Y esta vez no sería la excepción. Lo decidí aquella noche en aquel salón y por eso decidí regresar cuanto antes.

Ahora debo encargarme de eso. Mauro se ofreció a volver conmigo a casa para solucionar el problema y otros negocios que tenemos entre manos. Pero, no lo suficientemente cansado y enfadado, vengo a mi casa para encontrarme semejante desastre.

Los gritos y risas me guían por mi propia casa en busca de mis hombres. Parece que no les doy suficiente trabajo como para que se tomen vacaciones y que no les doy suficiente sueldo como para que tengan que robarme.

- ¿¡Se puede saber que pasa aquí!?

Siento la vena de mi cuello hincharse a medida que llego al salón. Mis ojos recorren el valioso jarrón hecho añicos en el suelo. Lo reconozco enseguida, y eso solo me enfurece más.

El último regalo de mi madre. Ese que me envió desde japón en uno de sus viajes. Aún recuerdo como si fuese ayer la pequeña y escueta tarjeta que lo acompañaba. "Libertad", llamó al objeto cerámico de arte Nihonga.

No me pareció la decoración más hermosa, por eso la dejé en aquel salón donde a veces la veía al pasar de manera despistada. Sin demasiado interés.

Pero si era un recuerdo hermoso.

Y ahora no queda nada.

Es justo aquel que mi madre me envió desde japón. Aquel que ella misma llamó libertad.

Se ha convertido en poco más que polvo de porcelana. También hay sangre. Pequeñas gotas en los pedazos más afilados, aunque no en una cantidad preocupante.

Alexa me mira atemorizada. Sus grandes ojos suben por mi traje hasta mi rostro y su pelo parece más alborotado que nunca, como si hubiese estado peleando.

Solo entonces comprendo que no ha servido de nada mi viaje. En cuando mi corazón salta al ver las heridas en sus manos, que son las que sangran hasta el suelo.

- Quiero una explicación y la quiero ahora.

Mi vista va a parar a George que frunce ligeramente el ceño, alejándose un poco de ella y del jarrón roto. La gente al rededor parece callar de golpe, mirándome con respeto y algo sorprendidos, como si no esperasen mi regreso tan temprano.

George solo hace un gesto molesto, restándole importancia a mi pregunta. Y mire a quien mire, entre todos mis hombres, todos parecen hacer lo mismo sin saber que responder. Mi paciencia está llegando a su límite.

- Yo no quería. Me empujó... ¡Es cierto! Tienes que creerme.

Por alguna razón no me sorprende cuando es la voz más dulce la primera que rompe el silencio. Intentando justificarse y tratando de joder con su mirada a mi mano derecha que en seguida entra en esta infantil pelea.

- ¿No le creerás a una sirvienta? Esta inútil no sirve ni para limpiar. No creo que sirva ni para la cama.

La risa colectiva de mis hombres no se hace esperar, aunque mi expresión sigue tan seria como siempre. Yo no me río porque no me hace gracia. Nada de gracia.

Hasta me sorprende la poca gracia que me hace.

- ¡Nicola!

Su voz suena desesperada, incrédula ante lo que le acusan. Me duele la cabeza. Mi nombre hace eco en mi mente. Es la primera vez que lo oigo de sus labios.

Algunos miran asombrados el valor de aquella chica de referirse a mí de ese modo. El jefe de la Mafia. Nadie me llama por mi nombre aquí, para mantener mi poder y la jerarquía de poder. Pero por supuesto que ella no podía. Siempre tan bocazas y atrevida.

- ¡Cállate, Alexa!

El grito resuena por todo el lugar. Silencio llena la estancia, quizá toda la mansión, y es tan incomodo y sepulcral que puedo oír el constante pitido en mi cabeza.

Cierro los ojos con fuerza, apretando las manos en mi costado. Me parece oír un pequeño sollozo pero no me atrevo a comprobarlo. No quiero comprobarlo.

No debería haber vuelto nunca. Debería haberme quedado retirado en Sicilia y haber fingido mi propia muerte.

- Tengo visita en un par de horas. Y esto está hecho un desastre.- No la miro a los ojos, mientras veo como trata de limpiarse la sangre en los sucios vaqueros, dejando un rastro rojizo. -Límpialo.

- Pero...

- Y pagarás tu destrozo con horas extras. Te avisaré.- La interrumpo sin querer volver a oír su voz rota.

Sin decir nada más salgo de aquella sala, en dirección a mi despacho con prisa. Arreglaré un par de cuentas antes de que llegue Mauro y cenemos.

Tengo muchas cosas que hacer como para encargarme de una sirvienta cualquiera.

Tu DeudaWhere stories live. Discover now