XXXI - Desesperanza

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Aquella mañana, Caytlin se levantó muy temprano para continuar con sus investigaciones sobre Astaroth. No podía negar que, a esas alturas, se sentía ya sumamente involucrada con aquel caso, a tal grado, que había rechazado todos los trabajos que le llegaron aquella última semana.

No era para menos, durante años se había dedicado a la investigación de archivos secretos y clasificados. Le encantaba meterse ahí, donde tipejos ridículos creían que se encontraban a salvo, donde élites malintencionadas escondían sus porquerías con la seguridad de que jamás serían descubiertas.

Esa especie de poder le brindaba algo de seguridad en medio de una vida escasa de ella. Llevada de la mano de un lado a otro por sus padres, quienes intentaban de modo inútil comprarla con todo tipo de regalos.


Ella no pagaba ninguna de las cuentas del departamento, ni siquiera había pagado por aquellos costosísimos ordenadores. Todo se los debía a su padres; era la forma en la que se deshacían de ella sin tener que dejarla en realidad, cubriendo hasta la más pequeña de sus extravagancias, pero condicionada, siempre condicionada.

No obstante, debía agradecerles por la excelsa educación que le habían dado. De no ser por el ininterrumpido derroche de recursos en su formación, ella no habría sido capaz de convertirse en lo que era, aunque esa especie de triunfo a medias le sabía a bilis en la boca.


Tomó la humeante taza de café y se la llevó a los labios, dejando que el líquido negro le calentara el pecho y el estómago. Cerró los ojos para degustar de aquella dulce sensación cuando un golpe en la puerta la sacó de sus cavilaciones internas.


De regreso a la realidad.

Saltó de su silla y atendió la puerta, sabía bien a quién se encontraría al otro lado de esta y no se equivocaba. Un par de ojos azules, extremadamente dulces la recibieron en cuanto abrió. Cat debía admitir que ese hombre era atractivo, aunque algo aburrido para su gusto. Le hacía falta cierta chispa de vida. Quizás se habría sentido atraída por él en su faceta como asesino serial. Aunque muy posiblemente se habría convertido en otra más de las víctimas de Samuel Collins, ¿cómo lo llamaban? El diablo de Massapequa.

Hizo un gesto con la cabeza y le permitió la entrada. Detrás de él pasaron los dos detectives que parecían seguirlo a todas partes.


Cuando Michael Barker desfiló a su lado, con el característico cigarrillo en los labios, las gafas oscuras cubriéndole los ojos aceitunados y el carcillo brillando en su oreja izquierda, tuvo que disimular su atracción y abrupto nerviosismo.

—¿Y bien? —cuestionó, carraspeando al tiempo que miraba al rubio—. ¿Funcionó?

Samuel la observó con una expresión triunfal y sacó una libreta tipo agenda de color negro.

—La envió a mi habitación esta mañana.

—¿Sirvió la información que obtuve de ella? —Samuel amplificó su sonrisa, asintiendo—. ¿Aunque solo encontrara información sobre su trabajo en aquel bufete y su próximo matrimonio? —cuestionó esta, sorprendida.

—Digamos que tener esa información le dio más veracidad a mis sospechas sobre ella. Quizás no encontraste nada delictivo, pero estoy seguro de que tiene mucho que ocultar, totalmente seguro.

—¡Estupendo! —exclamó la joven al tiempo que hacía el gesto de coger el diario de Samuel. No obstante, este lo quitó de su alcance.

—Lo siento. No puedo permitir que te involucres de más en esto, no puedes leerlo.

El diario perdido de Astaroth [Segunda parte de Holly]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora