9: ¿A quién pertenece el corazón?

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En una ocasión, alguien le había preguntado a Abbey si los ciegos soñaban. Si las personas que no podían ver podían tener sueños. 

Abbey llegó a preguntarse eso mismo días después del accidente, porque luego de una semana con ceguera, no había vuelto a soñar.

¿Acaso la capacidad de soñar se había perdido junto a la de ver?

Casi un mes después, había obtenido la respuesta: soñó con uno de los últimos días que pasó en el orfanato, antes de mudarse a Washington con su nueva familia; y lo había visto todo con tanta claridad, las imágenes eran tan intactas, que, en algún momento, llegó a creer que lo de la ceguera era una pesadilla y que al despertar sus ojos serian testigos de la magnificencia del planeta.

Pero no fue así.

Al despertar, la oscuridad a la que ya empezaba a acostumbrarse había hecho presencia de nuevo.

La ciencia había investigado mucho acerca de aquel tema. Sabían que los ciegos de nacimiento no podían soñar con imágenes, y lo hacían solo con sonidos; de esta misma manera soñaban las personas que habían perdido la vista antes de los cinco años de edad.

¿Qué sucedía con los demás? ¿Con las personas que, como ella, habían perdido la vista después de ese rango de edad?

Bueno, estaba comprobado que personas como Abbey soñaban con imágenes, como las personas con la capacidad de la vista.

El doctor llegó a explicarle que eso solo sucedía hasta cierto límite de tiempo, y que después de eso también se perdía la capacidad de hacerlo y solo los sonidos hacían parte de aquellos momentos.

Once años después, Abbey seguía viendo, y lo hacía por medio de sus sueños.

Y en ese preciso instante, lo estaba haciendo.

Los doctores aun encontraban aquello extraño y fascinante, le hacían exámenes para revisar su actividad cerebral y demás. A ella no le importaba. Lo único que creía era que era una persona con suerte, aunque aquello sonara un poco trillado.

Los ojos azules se abrieron de golpe, pero nada cambió. La misma oscuridad, las mismas tinieblas. Abbey se sentó, apoyando la cabeza contra la cama y respiró hondo. Pensó en inclinarse hacia su derecha y encender la lámpara, pero, ¿por qué molestarse? ¿Qué cambiaría?

Nada. Seguiría perdida en la negrura.

Once años después, aquello seguía siendo frustrante.

En cambio levantó la almohada y sacó el libro. Lo abrió en sus piernas y con un ligero encogimiento de hombros pensó que por lo menos ya no necesitaba de la luz para disfrutar de la lectura.

Sus dedos recorrieron las hojas. No era la primera vez que leía el principito. Es más, ya había perdido la cuenta de cuantas veces lo había leído. Podía recitar de memoria pasajes completos, ya que aquel fue el último que había leído cuando aún podía ver y el primer libro que aprendió a leer en braille.

"—¿Y cómo es posible poseer estrellas?

—¿De quién son las estrellas? —contestó punzante el hombre de negocios.

—No sé... De nadie.

—Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.

—¿Y eso basta?

—Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas."

Lo esencialWhere stories live. Discover now