13: El encanto del azul

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El mar encerraba uno de los espectáculos más impresionantes en el mundo con la grandeza, el misterio y la imponencia que desplegaba en cada oleaje. Eso lo hacía uno de los paisajes favoritos de David, y por eso había sido su decisión desde siempre el vivir en algún lugar que quedara cerca a la enorme expansión de aguas.

Al ser un día entre semana, era mucho más cómodo deambular sobre la cálida arena y ser testigos de la belleza que ofrecía el paisaje sin verse molestados por la interrupción de la multitud de personas que solían frecuentar las playas en el fin de semana.

David paseó su mirada por el horizonte, en el lugar en que el océano se confundía con el cielo y parecían uno solo, y sin querer sus pensamientos se dirigieron a un beso. A un beso y unos ojos imposibles de olvidar.

Escuchó las risas divertidas de los niños que estaban arrodillados construyendo castillos de arena acompañados de Sarah, las melodiosas notas que despedía la guitarra de su hijo, y el confortable silencio que mantenía Abbey. Miró en su dirección y se sorprendió de verla en la misma posición desde que habían llegado a la playa.

Tan pronto habían aparcado el auto, ella se había bajado con ayuda de Sarah, le había dicho algo al oido y ella la había acompañado hacia una de las orillas de la playa. Tan lejos como para evitarse un accidente, pero tan cerca como para sentir el suave acariciar de las olas en los pies.

—¿No estas cansada? —Se acercó poniéndose a su lado.

—¿Cansada?

—Llevas de pie media hora.

—Estoy bien.

Aquellas respuestas cortantes no le gustaban nada, y miles de ideas empezaron a cruzarle por la cabeza.

¿Estaba enojada con él por el beso?

Ya se lo temía.

Pero contrario a lo que pensaba David, ella no estaba enojada. Solo estaba embebida por la magnitud de lo que sentía, de lo que sus oídos oían como pequeños murmullos. La arena caliente en sus pies, la brisa juguetona entre su cabello, las olas coquetas envolviéndose en sus tobillos, el susurro del mar en su máxima expresión. Aquello tenía que ser un espectáculo inigualable.

—Nunca conocí el mar.

David la miró con sorpresa.

Así que se trataba de eso, pensó. El alivio le recorrió las venas y sintió que respiraba con tranquilidad de nuevo.

—¿Nunca?

—Mamá Rose y papá Elliot estaban planeando un viaje a Olympia para conocerlo, pero entonces pasó lo de la cirugía y ya nunca lo hice —explicó con tristeza.

—¿En el orfanato no los llevaron? —Ella negó levemente—. Siento mucho que no puedas ver esto —repuso mirando la imponencia que les rodeaba.

—¿Cómo es? —preguntó y sintió la intensidad de la mirada de David sobre ella. Giró el rostro, buscando enfocarse en él—. ¿Cómo es el mar?

—Es maravilloso —respondió. No tanto como tus ojos, añadió mentalmente—. En realidad increíble. ¿Cómo te lo imaginas tú?

Los ojos de Abbey se dirigieron hacia el frente, evocando un recuerdo. —En el orfanato nos llevaron al desierto de Mojave en Arizona. Tenía siete años, pero el recuerdo ha permanecido con una claridad pasmante. Nunca había visto algo tan enorme, parecía no tener fin. Nos dijeron que se extendía por cuatro estados, ¡era impresionante! —repuso con emoción—. Imagino que el mar debe verse igual de inmenso, pero azul. Igual de pacifico, pero refrescante.

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