Nieve en los recuerdos

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Te gusta la nieve ¿No es cierto?

Nieve...

¿Por qué el clima debía definir si sería un buen día o no?

¿Acaso sería una coincidencia? ¿O una predilección de la diosa fortuna que andando sobre su rueda decidía ahorrarse el esfuerzo de intervenir otra ocasión marcando todos los días parecidos a su primera visita como inevitablemente iguales en suerte?

Hacía mucho tiempo, había tomado la decisión de odiar los días nevados, los hospitales y las escaleras, el teatro, los trenes, los barcos, los árboles que pudieran treparse, las colinas, las armónicas, los zoológicos, y todo lo que no fuera alcohol o formara parte de una buena pelea. Sin embargo, como sumergidos en formol, los recuerdos de una noche nevada se arremolinaban en su conciencia repitiéndose una y otra vez, completamente decididos a hacerlo enloquecer. Entonces, cuando los días de lucidez se desaparecían como el dinero en su cartera, apareció Albert.

Miró a través de la ventana congelada la visión borrosa del paisaje decembrino.

Los puños de su mejor amigo lo habían sacado de su inmersión alcohólica bajándole lo ebrio en dos ganchos directos a su hígado al borde de un colapso. Sus sabias palabras le rescataron de la locura y la visión de una siempre alegre Candy revitalizó su espíritu.

Pero ni Albert ni Candy con la mejor de sus sonrisas podían devolverle lo que perdió aquél día en las escaleras de un hospital. Eso sí, había dado su perdón a todo lo que había jurado odiar.

Recordaba lo mucho que le gustaba cuando niño compactar bolas de nieve y lanzarlas por la ventana directo a la cristalería del salón para escuchar las piezas caer, haciéndose pedazos, el chillido de su madrastra y su cara colorada asomándose por la ventana reclamando su presencia inmediatamente.

¡Pero nada como el momento de crisis que tenía la mujer cuando estaba frente a ella y no podía levantarle siquiera la mano por órdenes del Duque!

—Archie tenía razón, era un malcriado —dijo quitando el seguro de la marquetería para abrir la ventana y ver mejor la nevada que anunciaba mal día desde el balcón de la recámara.

La señora aquella, que las sirvientas se empeñaban en llamar "su madre", habría quedado embarazada en algún momento que no recordaba puesto que su grueso cuerpo no había dado señales de lo que en otras mujeres fuera evidente, así que la referencia que tenía era el enturbiamiento de su relación. Recordaba también el nacimiento de unos gemelos la mañana del día de los santos inocentes, los "legítimos hijos del señor", era como los habían llamado.

Le permitieron verlos unos días después de que desfilaran lo que le pareció toda la nobleza del imperio, que si el Vizconde Abbey, el coronel Bancroft, la marquesa Walton, el duque Hughes.

"Los legítimos herederos del Duque."

"Legítimo", aquella palabra que no entendió y le hubiera gustado nunca preguntar. Entonces las bolas de nieve dejaron de fijar su único objetivo en la recepción y se movieron a todo aquello que pudiera causar la rabia de aquella que lo había hecho menos que a sus hijos.

Usualmente estaba nevado en el día del cumpleaños del par de rosados lechones, pero él permanecía en su habitación, y no era que prefiriera estar abajo con los demás invitados, pues no tenía interés alguno en recibir las miradas desaprobatorias que generaban su sola presencia por mucho que se hubiera tratado de esconder su procedencia real.

Para no morir de aburrimiento, agradecía que su estatura, un banco y un almanaque ya le permitieran acceder a los estantes del despacho del Duque de donde obtenía algunos libros por demás interesantes, aunque estos dejaban de tener sentido luego de un rato en que la ventana conseguía captar su atención haciendo danzar copos que lo invitaban a mirar los techos recubiertos de blanco.

El honor de un caballeroWhere stories live. Discover now