Cascabeles en el aire

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Terry sonrió ligeramente mientras avanzaba las líneas de la carta, y no dejó de hacerlo aún cuando la dejó sobre la mesa para sacar del paquete otro sobre, este de fino papel blanco con filetes plateados y elegantes letras trazadas a mano con tinta muy negra.

—Así que se casa —comentó colocando la invitación de la boda a un lado —. Sin duda se merece al mejor marido del mundo —agregó acercando la taza del té para darle un sorbo, y al juzgar por la carta anexa, así era, aunque de todo corazón esperaba que fuera una realidad y no una percepción generada por el enamoramiento.

—Ya está listo el equipaje, señor.

La aparición súbita de Bill le causó un respingo, pero asintió indicándole que solo iría a una tienda dos calles abajo y después podrían partir. El chofer giró sobre sus talones para hacer lo que se le decía y por su parte, Terry se puso de pie sacando su cartera para pagar el importe en la caja del restaurante del hotel. Usualmente la camarera acudiría hasta la mesa, pero era un sitio modesto, el cliente debía atenderse muchos detalles de su estadía, limitándose el servicio a las atenciones más generales, y eso estaba bien para él, realmente no le molestaba.

Salió del hotel cerca de las once de la mañana, y las dos calles que tenía que pasar estaban llenas de tiendas abiertas haciendo gala de las ventas navideñas con anuncios blanco y rojo, algunos detalles verdes y en las más exclusivas; dorado, plata y figurillas de cristal. A esa hora las luces estaban apagadas, pero por la noche el espectáculo era increíble, lo había visto la noche anterior al salir de la función, al menos por la ventanilla del auto y había comprado en la tienda del hotel algunas postales con las mejores vistas, sobre todo las de Time Square. Aún en blanco y negro las luces brillaban, la ciudad resplandecía como una verdadera joya afectándole en lo mínimo la escala del blanco al negro.

Encontró la tienda que quería, a esas horas y a tal fecha resultaba extraño el que hubiera poca gente. Tranquilamente recorrió los pasillos mirando a los duendes y muñecos de felpa intercalarse con el resto de los juguetes, la música de cascabeles amenizaba junto con el coro de la tienda que flanqueaba a un regordete San Nicolás con barbas de algodón que recién llegaba para tomar nota de los regalos que pedían los pequeños clientes, dos chicas vestidas con camisa verde y mallas a rayas rojas con blanco le servían de asistentes evitando que todos se le lanzaran encima al mismo tiempo. Aquello era una novedad, y un verdadero éxito para la tienda que atraía a los niños -y a sus padres- con gran fluidez desde hacía unas dos semanas.

Finalmente la crisis había cedido. Pocos consiguieron reponerse enteramente, pero el declive había terminado al fin y se recuperaba lo suficiente como para que la mayoría de las familias pudieran conseguir una Navidad con regalos, si bien era cierto que no todos corrían con esa suerte, y ese era el motivo por el que estaba ahí.

Tomando la palabra de una dependienta sobre ayudarlo, Terry empezó a escoger juguetes de toda variedad, automóviles de madera, dados con letras de colores, muñecas rubias de ojos verdes y morenas de ojos azules, caballos de palo, pelotas, canicas de vidrio, osos de felpa y conejos también.

—Vaya, sus hijos deben de tenerlo todo en este mundo con un padre como usted —comentó la mujer sonriéndole mientras hacía que otros dos empleados transportaran todo lo seleccionado.

—Señorita, si yo hubiera tenido hijos, serían las personas más desgraciadas del mundo.

—No lo creo —aseguró ella desviando la mirada al Nicolás que bajaba a una niña y recibía a otro chiquillo con gesto de berrinche en la expresión.

—Nadie que se reconoce como mal padre puede serlo realmente, porque sabe que ha fallado y busca remediarlo. Lo peor es cuando se niegan a aceptar sus errores.

El honor de un caballeroWhere stories live. Discover now