De regreso, ¿a casa?

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El arrullo del mar, las olas chocando contra el metal y el sollozo de Susana...

Desde el otro lado de la puerta todo era perfectamente audible, pues el silencio que envolvía el navío se tornaba más y más absoluto, como si solo fueran ellos, como si no existiera nadie más dejándolo con la más extrema de las ironías: ¿Y si Susana fuera la última mujer del mundo?

Girar la perilla y entrar era el motivo por el que había dejado el camarote de Bill a eso de la media noche más un par de horas, sin embargo, no se le ocurría qué decir para calmar la aflicción que sabía, él había causado. Se paso la lengua por los labios secos, y otra noche más, giró sobre sus talones sin atreverse siquiera a valorar el sentimiento de cobardía que lo llenaba.

Moviéndose en la dirección que marcaban las nervaduras de la alfombra terminó el recorrido por el pasillo, aunque, en lugar de bajar las escaleras hasta el nivel donde compartía habitación con su asistente tal como había hecho en ocasiones anteriores, corrió el cancel de cristal cortando abruptamente esa quietud que reinaba con el engrasado correr del marco de aluminio.

El frío se metió bajo la forma invisible de una ráfaga, cerró a su espalda y ya sin el amortiguador que representaban las fibras entretejidas, el tacón de los zapatos se hizo escuchar en las duelas de madera deteniéndose cuando estas daban paso a la larga pieza metálica que daba soporte a la baranda. Hacía mucho frío, el calor americano dejaba de sentirse para que solo el condenado invierno europeo se calara en los huesos.

Giró un poco la vista, y la mancha azul-gris que se dibujaba a lo lejos en el horizonte le causó un escalofrío bastante fuerte a tal punto que sintió la espalda flaquear encorvándose un poco hacia el frente. Lo que parecieron interminables minutos pasaron sobre él, que no despegaba la vista del horizonte que, con la ansiosa salida del sol dibujaba las rocas salientes, peñascos y más adelante, aun sin definirse: el puerto.

El barco emitió un grave silbido que le dejó sordo unos instantes, todo se volvía más lento, desde el sol despuntando el alba, hasta los primeros pasajeros que salían a cubierta para admirar la llegada a tierra.

Frío... mucho frío en las manos, en las piernas, en la nuca...

—Terruce, deja eso en paz —reprendió Madeleine con respecto al pasador de la puerta que Terry subía y bajaba insistentemente pero que, enseguida al reproche de su hermana, dejó de lado acomodándose en el asiento

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—Terruce, deja eso en paz —reprendió Madeleine con respecto al pasador de la puerta que Terry subía y bajaba insistentemente pero que, enseguida al reproche de su hermana, dejó de lado acomodándose en el asiento.

—La estación del tren se encuentra a unos veinte minutos.

¡Vente minutos! ¡Por todos los cielos! ¡Ni que este país hubiera crecido tanto en diecisiete años!

¿Diecisiete?

Miró por la ventana, no quedaba ni un solo carruaje de tiro, únicamente transitaban automóviles de motor mecánico. Distinguió un tranvía atestado de pasajeros que incluso parecían querer salir por la ventana de tanta gente que había dentro. Había muchas más personas por las calles, todas caminando con prisa, metiéndose en el camino de Bill, que solo podía ir frenando sin darse el lujo de acelerar mucho.

El honor de un caballeroWhere stories live. Discover now