Quedan dos asientos

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Aún había bastante movimiento en las calles, cerca de ahí había un hotel que ofrecía una gran fiesta y los invitados ya llegaban aparcando sus autos. Bajaban elegantes mujeres con vestidos que sobrepasaban el costo de sus joyas y sus parejas iban con trajes a juego.

Desde el auto podía verles, escuchar sus risas, los coros de villancicos apostados en las esquinas junto con algunos duendes y un San Nicolás haciendo sonar sus campanas en la entrada de la tienda departamental.

El taxista se condujo hábilmente entre el tránsito, Susana supuso que tenía prisa por terminar ese último viaje y regresar a casa para la cena.

—Lamento importunarlo, ya debería estar con su familia — susurró.

El hombre rió sinceramente.

—Descuide, es un buen día para trabajar. Además, no me apetece llegar a cenar pollo frito delante del televisor.

—¿Usted no celebra las fiestas?

—Mi esposa me abandonó hace unos meses, y se llevó a mis hijos con ella, así que no, no las celebro.

—¡Oh! ¡Lo siento tanto! —se apresuró a decir completamente roja por la vergüenza.

—Está bien, se fue con un tipo rico, los chicos tendrán por primera vez buenos regalos de Navidad. —dijo con un toque de amargura en la voz, aunque realmente se esforzaba por creer que era lo mejor.

—Yo también me he separado de mi esposo, hace un año, pero nosotros nunca tuvimos hijos — agregó de modo conciliador. El hombre miró solo por un instante el retrovisor encontrando el reflejo de la rubia, aún bastante apenada, pero notó que decía la verdad y no se trataba de un comentario por compromiso.

—Supongo que es lo mejor, a veces quienes sufren más son los chicos, porque tienen que cargar con todos los rencores de los padres.

Susana asintió, por mucho que le hubiera gustado tener un bebé, sabía que era imposible que un niño fuera feliz con ellos dos como padres, y efectivamente, ahora tendrían el problema sobre con quien pasar las fiestas. Lo más doloroso sería sin duda, que se hubiese enterado que su matrimonio no era un lazo de amor, sino un gesto de caballerosidad.

La nieve empezó a caer con suavidad, depositándose sobre el parabrisas mientras esperaban turno para cruzar la calle. El conductor se frotó las manos para quitase la sensación de frío que lo embargó de pronto.

—¿Y por qué alguien querría separarse de una dama tan hermosa y amable? —preguntó tras un rato de silencio.

Ella volvió a sonrojarse y tartamudeó un poco antes de responder algo en concreto, pues hacía tanto tiempo que estaba lejos de los escenarios que había olvidado por completo lo que era recibir un halago.

—No soy amable.

—¡Claro que lo es! Mi esposa era una arpía, no sé que le vi. Pero la veo a usted y no me explico porque se atrevería a dejarla.

Sonrió tristemente pensando en que quizás fue ella la que le pidió divorciarse, pero en primer lugar él no quería casarse, solamente le devolvió esa libertad que tuvo robada por tantos años.

—No soy amable —repitió.

El barrio apareció al doblar una esquina, había luces aunque en menor cantidad que en el bullicioso centro, coronas, adornos, y un par muñecos de nieve que saludaban con sus manos de rama a los transeúntes. Había un exceso de autos aparcados, la mayoría de los vecinos recibían a sus familiares, aunque los que habían salido de viaje se habían asegurado de dejar una buena parte de espíritu navideño en sus casas.

El honor de un caballeroWhere stories live. Discover now