El presente agobia

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Por algunos momentos previos a entrar por las puertas de madera, luego de pasar el enrejado, exactamente durante el tiempo que le tomó al auto recorrer el camino de gravilla, se imagino a la madre de Madeleine escupiendo serpientes de fuego, agitando los brazos a la vez que lanzaba poderosas centellas a su persona e incluso, se vio atado a una percha rodeado de leña ardiente.

Tragó saliva grueso.

No la recordaba violenta, sí muy escandalosa, pero no violenta y esperaba de todo corazón que no hubiera cambiado en absoluto, pues si con la ponzoña de sus comentarios pretendía hacerle rabiar como cuando tenía quince años, podría soportarlo.

Sin embargo, sus recuerdos pronto se vieron aplazados por una nueva realidad donde los muros de la casa ya no eran amarillos sino blancos con los techos color terracota. No había flores bordeando la construcción, pero había una tupida trepadora escalando por las paredes en líneas inconstantes y quebradas. Se había agregado una fuente que servía de hito para retornar a la salida.

Y dos perros.

Dos enormes perros mastín color gris salieron al encuentro del auto causando el pánico de las mujeres, incluida su media hermana.

—¡Richard! — gritó Madeleine sintiendo que los animales romperían los cristales cada que embestían contra ellos.

El chillido se repetiría un par de veces más antes de que dos empleados, por uniforme identificados como mayordomo y jardinero, les sujetaran por los collares luchando para alejarlos del vehículo. No obstante, fue hasta que un silbido surcando el aire desde el otro lado de la casa, que ambos animales giraron sobre sus patas corriendo hasta donde su dueño los llamaba.

—¡Nerón! ¡Calígula! ¿Quieren que Madeleine los sirva para la cena? —preguntó un muchacho robusto y bastante alto soltando una carcajada al tiempo en que agitaba la mano saludando a su hermana.

—¡Son unas bestias! ¡Ya te he dicho que los tengas amarrados o te deshagas de ellos! —estalló furiosa la mujer bajando del auto. Enseguida volvió a chillar y corrió al interior de la casa, pues los perros nuevamente habían cambiado su objetivo corriendo hacia ella.

—¡¿Cómo es que siendo tan malvada con ellos te quieren tanto?!

—¿Señor Grandchester? —preguntó el mayordomo, dirigiéndose a Terry.

—¿Sí?

—Acompáñeme por favor —invitó el hombre indicándole el camino a la entrada, sin embargo, no le siguió inmediatamente, ayudo a bajar a las dos empleadas para que, junto con Bill, que también ya había dejado su lugar, bajaran la silla y el equipaje mientras él llevaba en brazos a Susana encaminándose al pórtico para subirla por aquellos desdichados escalones.

El aire del interior se le antojo como una brisa fresca dándole de lleno en la cara. Las inmensas dimensiones del recibidor hacían circular el aire con demasiada libertad. Todo era blanco, no mas amarillo y dorado, el ambiente de villa toscana hacía de aquél lugar un sitio irreconocible, o al menos uno que no encajaba en sus memorias por ningún lado.

—Hey, ¿Terruce? —giró la cabeza un poco para ver entrar al mismo muchacho que antes hubiera controlado a los perros con un silbido.

—Sí, soy yo.

—¡Qué bien! La última carta de Mandy me hizo creer que nunca vendrías, pero qué bueno que ya estás aquí, anda pasa ¿Es tu esposa? Si verdad, que pregunta tan necia, es la misma guapa de las fotos del periódico ¿Susana?, pero que grosero, yo soy Richard Eliot Grandchester, no sé si te acuerdes de mi porque la última vez que me viste medía medio metro, no tenia pelo y solo lloraba. — luego empezó a reír con un timbre profundo, pero claro que le recordó a sí mismo, claro si tuviera el enorme diafragma de aquél, con esa altura que lo rebasaba fácilmente por cabeza y media —. Papá tenía cita con el médico, se rehusó a que viniera a verlo a casa, mamá fue con él, pero no tardarán en llegar ¡Justo a tiempo para la cena! Willard es una gran cocinera...

El honor de un caballeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora