Capítulo 22.

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La oscuridad y el continuo ronroneo de las máquinas de la sala de informática de Ockly habían conseguido adormilar a Evey. Hacía un par de horas que la discusión entre ambos capitanes de pelotón, Ikino y ella había terminado, y todos se habían retirado a las zonas de descanso que el anciano silícola había improvisado para ellos.

Todos salvo ella.

No podía sacarse de la cabeza la imagen de Aera cayendo al suelo tras el disparo. De hecho, era lo único que recordaba de aquel momento. Su cuerpo se había derrumbado de una manera tan grotesca que hasta se le ponían los pelos de punta con sólo rememorarlo. El resto había pasado por delante de sus ojos sin pena ni gloria. Recordaba vagamente a Ciro e Iri arrodillados al lado de su compañera, pero poco más. Cuando trataba de acordarse de alguna otra escena, el cuerpo de la exploradora desplomándose se hacía con el control de sus recuerdos y revolvía su estómago.

Sólo había una cosa que le hacía olvidarse de Aera: Ikino.

El F.M.A le había enseñado a identificar a los androides de Sílica, y era obvio que no había cabida para la clemencia ante uno de ellos. Según las órdenes establecidas, cualquier miembro del F.M.A debía eliminar o en su defecto informar de la presencia de uno de ellos, pero el hecho de que su contacto en el Cubo no hubiese mencionado a Ikino en ninguno de sus informes hizo que Evey se plantease el comunicárselo a sus superiores cuando la vio en la Tierra por primera vez.

Era cierto que la informante era un modelo muy antiguo y que su base de datos se encontraba desactualizada, pero no creía que aquello fuese una excusa para salirse de la ruta que ella había marcado. Había hecho especial hincapié en que todos siguiesen sus huellas, y la única que no lo había cumplido era la androide. ¿Por qué? Tendría que averiguarlo durante el tiempo que estuviese en el refugio de Ockly.

Sus pensamientos fueron hilándose unos con otros hasta que sus párpados terminaron por cerrarse del todo, y se habría quedado ahí dormida de no ser por el sonido que hizo la puerta corredera al abrirse.

—¡Evey! —La voz susurrante de Ciro la sacó de su sueño ligero de golpe—. Tengo que hablar contigo, es importante.

La mujer se levantó de un salto al escuchar la voz del que horas antes había intentado ahogarla. Se mantuvo a la defensiva, obligándose a reprimir las ganas que tenía de bostezar y de estirar su entumecido cuerpo.

—¿Qué pasa?

—Nos tenemos que ir, ahora.

Aquella frase tan contundente consiguió despertarla por completo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres? ¿Qué pasa?

Ciro avanzó dos pasos en su dirección, pero Evey reculó hasta mantenerse a una distancia prudencial. No quería volver a ser estrangulada por el chico, porque aunque sabía que podía con él, también era consciente de que necesitaría emplear fuerza bruta para anular su ataque y no se sentía con ganas de ello.

—Te juro que tengo ganas de darte una paliza, pero hay algo más importante que eso. —La voz de Ciro sonaba impaciente—¿Es seguro hablar aquí?

Evey se envaró como si un rayo hubiese atravesado su cuerpo entero. Aquello no pintaba nada bien. Negó con la cabeza un par de veces e hizo un gesto con la mano para que el explorador saliese de la sala junto a ella.

Avanzaron por el pasillo tanteando las paredes hasta llegar a la puerta que daba acceso al cuarto de baño, el lugar más cercano que no contaba con sistemas de vigilancia, o al menos eso tenía entendido. Invitó a Ciro a que pasase primero y acto seguido bloqueó la puerta desde el interior.

—Creo que aquí no nos oye nadie —murmuró con los brazos puestos en jarras—. Dime, ¿qué ocurre?

Contempló el rostro de Ciro mientras esperaba su respuesta. Bajo la luz del aseo sus facciones parecían más duras de lo que ya eran; ni siquiera la barba rala que comenzaba a surgir tras varios días sin afeitarse conseguía disimularlas. La cicatriz surcando su pómulo izquierdo y parte de su barbilla le daban un aspecto amenazador, aunque debía admitir que tenía su encanto.

Mara (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora