Don Genaro alquila sueños

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Terrazos, 2016

Nada podía hacerle sospechar a don Genaro que esa tarde sería la que llevaba tiempo esperando. Teresa permanecía tranquila en la tienda, y mientras los despertares de la niña fueran felices, no había motivos para preocuparse. Para guardar las apariencias, de vez en cuando le regañaba por quedarse dormida, más para aparentar que aquella era una actitud extraña que porque le preocupara que lo hiciera, ya que don Genaro disfrutaba viendo a la joven Teresa con la mirada perezosa, apoyada sobre el mostrador, apenas sosteniéndose en pie, luchando contra un sueño que él sabía que era inevitable.

Mientras se ponía el abrigo, aquella última tarde de tranquilidad, simulaba mirarse al espejo, como si le preocupara que las solapas estuvieran rectas y su corbata bien anudada. Perdía el tiempo en mirarse de uno y otro perfil, se peinaba con los dedos, estiraba la espalda y corregía el porte hundiendo el mentón, pero casi nada era cierto. En realidad, mientras hacía eso, vigilaba el rostro de Teresa. A través del espejo veía el cristal de una vitrina, y dibujado en él estaba Teresa, translúcida entre otros reflejos de libros y maderas, las bombillas amarillas en apliques de pared y los marcos de los cuadros de colores apagados. La vislumbraba apoyando las manos en la barbilla, los brazos sobre el mostrador, con su rostro un poco redondeado, de piel tan blanca, y los brazos enfundados en su jersey de lana fina, porque a pesar del calor de la estufa, Teresa era friolera.

Al observarla, Genaro no podía evitar recordar a Eva, su esposa desaparecida. Cuando su imagen afloraba en la memoria del viejo propietario de la librería, recobraba la cordura que había perdido por un instante, y seguía simulando su acicalamiento frente al espejo. Cuando observaba, sin necesidad de esperar mucho, que a Teresa comenzaban a cerrársele los ojos y cabeceaba un poco, alarmándose levemente al caer su cabecita de pelo lacio, él se iba, simulando tener asuntos importantes que resolver, quizás alguna conversación con algún notable del ayuntamiento, o una cita galante con una dama discreta.

Al salir a la calle, ya nada podía hacerse. Solo dejar que la naturaleza de los sueños siguiera su curso, y que lo inevitable llegara en algún momento, cuando fuera, efectivamente, inevitable. Don Genaro era un hombre de edad suficiente para saber que las preocupaciones excesivas nada solucionan. Por eso, al traspasar el umbral de su librería procuraba disfrutar de las horas que quedaban hasta la noche, hasta enfrentarse a la soledad del sueño sin sueños. Esa tarde don Genaro fue al cine, como cada martes que no era festivo, para aprovechar el menor precio de las entradas. Se sentaba en la última fila, porque para su gusto los cines nuevos tenían la pantalla demasiado grande y el volumen demasiado alto, y el último rincón era el mejor de todos, pues de otra forma su vista no abarcaba las esquinas de lo que estaba viendo. A él le interesaba quedarse con todos los detalles en las películas, y por eso tendía a elegir obras tranquilas, de planos pausados, evitando los filmes de acción o aquellos tan desagradables en los que la cámara no deja de moverse en un intento de hacer sentir al espectador que todo lo que se cuenta es cierto, que el que lo está viendo pasaba por allí, y es testigo involuntario del accidente, o del robo, o de la mera conversación entre dos personas.

Don Genaro elegía, pues,películas por la pausa, al contrario que la mayoría de los espectadores, que lo hacían por lo deprisa que ocurrieran los acontecimientos que se proyectaban. Muchas veces se sentaba solo en la sala, en la sesión de los martes a las seis y media, viendo obras del norte de Europa o del Medio Oriente, donde aún usaban trípode para apoyar la cámara. Si tuviera la oportunidad vería las películas dos veces seguidas, la primera como realmente estaba hecha y la segunda en cámara lenta, sabiendo ya los diálogos y el argumento, para ver despacio cada objeto de cada escena, cada luz cayendo por los cristales del falso sol simulado en un lugar invisible, o de una luna de mentira alumbrando el rostro de la primera actriz. Así soñaba don Genaro, a falta de verdaderos sueños. Cada martes por la tarde permanecía atento, absorbía cada fotograma y se sumergía en la historia que se narraba, daba igual si cruel o romántica, triste u optimista, porque los sueños también son así, imposibles de prever, sorprendentes siempre, pues si al vivirlos uno se encuentra en medio de una situación absurda, puede parecer normal; o al contrario, cualquier escena doméstica o habitual nos puede transmitir sensaciones de miedo, o risa, por algo que no se ve y sucede en el fondo, aunque al recordarlo en la vigilia todo resulte bizarro o soso.

Como el cine es igual en ese aspecto, don Genaro compraba así los sueños, con cada tique de entrada a la sala. Permanecía atento e inmóvil, respirando profundo y despacio, con el cuerpo relajado sobre el sillón y las manos caídas sobre los muslos. Solo los ojos abiertos, que apenas parpadeaban, delataban que don Genaro no estaba realmente dormido, aunque para él mismo sí podría estarlo, soñando el sueño de otro, pero al fin y al cabo disfrutando de un placer que una vez le fue retirado. No se sentía mal por hacerlo, ahora que había pasado tanto tiempo, pero las primeras veces que fue al cine se sentía culpable, sabiendo que eso era hacer trampas, que su penitencia era nunca más soñar, abandonando así toda esperanza de reencuentro.

Ya casi no recordaba aquellos primeros años de destierro. Ahora regentaba su librería, custodiando un libro muy delicado que escondía en la trastienda, y vivía, medio mal y medio bien, pobre pero digno, en aquella ciudad de provincias que bien podría carecer hasta de nombre. Don Genaro salió de la película animado, con los ojos enrojecidos de tanto fijar la atención y un talante entre excitado, porque la actriz era realmente hermosa, y un poco fastidiado, porque el guión no terminaba como él y la protagonista hubieran preferido. Se encaminó de vuelta a su casa, en la misma calle que la librería y que el pequeño apartamento de la joven Teresa. Al llegar a la calle ya eran las ocho pasadas, y don Genaro apretó un poco el paso para saber si Teresa se había despertado al oír cerrarse la persiana metálica o esta vez ni siquiera eso lo había logrado. Y la alarma surgió cuando se cruzó con unos jóvenes adolescentes que salían de la biblioteca.

—¿Lo has visto? Parecía un payaso con esa ropa —decía uno de ellos—.

—Estaría pasando frío, vestido solamente con un chaleco en pleno invierno —añadía una chica—.

Todos reían al ver a otro adoptar una sonrisa con los labios muy tensos, abriendo los ojos enormes y mirando fijamente al caminar a quienes se cruzaban con ellos. Estaba imitando al personaje del que hablaban, y al verlo a don Genaro se le movió por dentro un resorte que llevaba mucho tiempo muerto, y por eso no reaccionó con la rapidez suficiente. Los jóvenes pasaron de largo y aún hablaban de aquella persona.

—Yo creía que estaba anunciando un circo; con ese bastón y ese sombrero antiguos, parecía el personaje de algo número.

—Aquí nunca vienen circos —decía otro—.

Quedaron atrás las voces porque don Genaro aceleró el paso todo lo que sus piernas le permitieron. Cuando llegó, la librería ya estaba cerrada, lo mismo que la carnicería. Eran las ocho y veinte y en la ciudad todo el mundo cerraba los comercios con doméstica puntualidad. Se situó en el centro de la calle, aprovechando que no pasaba ningún coche, y miró a uno y otro lado, atisbando con los ojos entrecerrados, bajo la luz amarilla de las farolas, buscando la figura extraña de un hombre vestido con ropas de verano, chaleco y bastón. Un hombre joven, delgado, alto y pálido, que seguramente caminaría saltando las baldosas o chocando los tacones, saludando a todos los que lo mirasen sorprendidos; sonriendo como un loco, como un lunático. Como un caminante en sueños.

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