La hija dormida

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Plantar de Valmorillo, 1912

Eleuterio gastó casi todos sus ahorros en cerrar el trato con la partera.

—Cuatrocientos duros. Es todo lo que tengo.

Se los entregó en una caja de madera pintada con motivos botánicos, la misma que utilizó para ir metiendo los dineros a medida que los había ido ahorrando en los últimos seis años. Previamente había sacado, en privado, casi doscientos, que metió en un cajón, envueltos en un pañuelo, sin que la partera pudiera verlo.

—¿Y qué va a hacer con la criatura, Eleuterio? ¿No prefiere que me encargue yo?

—No se preocupe, yo me encargo. Usted limítese a decir que era una niña y que ha nacido muerta.

La partera miraba a Eleuterio con escondido espanto, como preguntándose si el hombre, en su agravio, iba a ser capaz de ahogar a la recién nacida. No se atrevió a mirar a la manta que envolvía el pequeño cuerpo, que no había soltado ni un solo gemido desde que saliera, dormida, del cuerpo de su madre. Eleuterio sospechaba que ella aún podría decírselo al cura en confesión, pero la partera ya era vieja y el hombre sabía que no era la primera vez que pasaba por un trance parecido, por lo que decidió confiar.

Eleuterio se sentía abrumado, incapaz de creer lo que acababa de ocurrir, pero no había duda. El parto no había presentado muchos problemas, pero la partera, y la propia madre pensaron que la niña estaba muerta. Los dolores y esfuerzos hicieron que Pilar, al final del proceso, se quedara exhausta tras un día y una noche de contracciones. Ella no llegó a ver a la niña, porque antes de que se la pusieran en los brazos ya había gritado "¡está muerto, está muerto!" y había llorado desconsolada.

Y es que la niña había nacido con los ojos cerrados, los brazos fláccidos y el cuerpo inmóvil. Todo parecía indicar que no tenía vida, pero aún así la partera le dio un par de azotes que provocaron un movimiento involuntario de la criatura sin llegar a provocarle el llanto. Eso le hizo darse cuenta a Eleuterio, y también a la partera, que no estaba muerta, sino dormida. Comenzó con ese pequeño espasmo a respirar lenta y calladamente. Y cuando la mujer hubo limpiado la sangre del cuerpo inmóvil, Eleuterio vio los ojos azules, el pelo rubio, la piel blanca, los miembros espigados y ajenos a su propia fisonomía, y dedujo enseguida qué era lo que había ocurrido durante el tiempo que Pilar se había quedado a solas con el forastero, supuestamente, dormido. El hecho de que la niña estuviera también dormida desde antes de nacer, que ni siquiera hubiera proferido un llanto, le infirió el valor para tomar la decisión.

—Señora, va usted a ir al pueblo a decir que la criatura ha nacido muerta —le dijo a la partera cuando ya terminó su trabajo—. Le daré todo lo que tengo ahorrado por que mantenga silencio sobre esto.

La mujer ya lo había visto todo en su profesión y no quiso saber más. Cogió la caja y se fue. Eleuterio ya sabía que el resto de su vida solo pensaría en dos cosas: la posible indiscreción de la partera y la sensación de culpa por matar una niña con sus propias manos.

Salió al patio trasero y se acercó a la alberca con la niña envuelta en telas. Comenzó a sumergir el cuerpo dormido, que se movió en un escalofrío al sentir la temperatura del agua, y lo sacó al punto: no iba a ser capaz. Tras unos minutos de idas y venidas por el patio, maldiciendo en voz baja, llorando, odiando y hablando solo, salió de la casa con la recién nacida, sin comprobar en qué estado se hallaba Pilar, a la que prefería no ver en ese momento por no ahogarla a ella también.

Oscurecía cuando llegó a la casa de los Morejo, que al escuchar los ladridos de los perros ya estaban esperándole en la puerta, extrañados. Eleuterio les enseñó la niña antes de explicarles nada. La mujer, una joven de cabello rubio, se encariñó con ella nada mas verla.

OnironautasWhere stories live. Discover now