La luz en el establo

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Plantar de Valmorillo, 1911

Stanislav Bodorok tenía más fuerza de la que aparentaba al verlo, tan flacucho y espigado, tan blanco y rubio, en contraste con los habitantes de aquel pueblo a principios del siglo veinte en el interior de España, de mucha menor estatura y más oscuros de tez y pelo. Podía coger la azada y trabajar con ella varias horas, sin importarle demasiado si hacía sol o frío. Comía, además, poco. Rechazaba las viandas con tocinos o casquería y no probaba la carne, prefiriendo las zanahorias crudas, la fruta o las legumbres sin chorizos que le preparaba habitualmente Pilar, la esposa del Eleuterio. "Como si fuera un cerdo escapado de algún corral", decían los que trabajaban con él en la sacha, que lo miraban con sorna y extrañeza sin hallar un buen nombrete que pudiera clasificarlo. Detrás de sus miradas burlonas existía, sin embargo, un respeto por su fuerza de voluntad y su resistencia, ya que podía aguantar más tiempo que ellos, con sus cuerpos chatos y recios, con la espalda doblada, horadando la tierra de manera rítmica y precisa, perfectamente concentrado en la faena y sin detenerse a charlar, ya que apenas sabía cuatro palabras de español, o a beber de la bota.

También sabían que el Estanislao, pues así lo llamaban cuando él les hizo entender que su nombre era Stanislav, no descansaba en una cama con colchón, sino en un lecho fabricado por él mismo con hierba seca y mantas en el establo del Eleuterio, en el extremo opuesto al de los borricos; y que a pesar de eso era capaz de dormir desde que se ponía el sol hasta su salida por el otro lado del cielo sin moverse, tantas horas como las gallinas. Los primeros días el pueblo al completo pasó por el establo al comenzar la noche, para contemplar la expresión de absoluta dicha que poseía el rostro del forastero. No faltó quien lo intentara despertar moviéndolo con el pie, vertiendo tierra sobre su cara, echándole vino al rostro o tiznándoselo con carbón. Pero cuando comprobaron que nada podía interrumpir el sueño de aquel hombre, pronto se aburrieron de las bromas y aceptaron su presencia silenciosa, diaria, discreta y útil. Stanislav Bodorok no parecía tener intención de irse de allí a corto plazo y se convirtió en un trabajador habitual del campo, siempre sonriente y dispuesto, incapaz de entrar en peleas o de hacer un mal gesto, y figurando en las mentes de aquellos campesinos en un nivel jerárquico que se situaba por encima de los tullidos y retrasados pero por debajo de ellos mismos.

Solo Pilar, la mujer del Eleuterio, sabía el secreto de Stanislav. La curiosidad hizo que una mañana, estando sola en la casa, revolviera por el lecho hurgando entre las mantas que cubrían las hierbas secas por saber si allí podría esconder algo que lo delatara de alguna manera. Al fin y al cabo estaba quedándose en su casa, con sus animales, y aunque estaba claro que se trataba de un forastero inofensivo, quién sabía qué oscuros secretos podían haberle llevado hasta allí. Al hacer presión sobre las mantas notó un bulto más duro, apartó la lana y metió las manos entre las hierbas secas. Sacó un libro con las tapas de cuero, pero antes de abrirlo siguió hurgando un poco más, para encontrar un saquito de tela que guardaba un lápiz grueso, de madera negra y con la mina de un color grisáceo que parecía hecha de una grasa brillante.

Tras comprobar que entre las hierbas no escondía nada más, Pilar abrió el libro. Había aprendido a leer gracias al cura del pueblo, que se había ocupado de eso con todos los niños de los pueblos colindantes, aunque una vez casada a los dieciséis años ya no había vuelto a ver un texto escrito, por lo que no se sorprendió mucho al comprobar que no entendía los símbolos que vio en las páginas. Sí que supuso que se trataba de un diario que el forastero iba escribiendo, pues las páginas estaban en blanco, un blanco brillante y luminoso, en su última parte.

Pilar se quedó absorta ojeando el diario y cuando escuchó el ruido del borrico acercándose, con Eleuterio sobre él, no se creyó que había pasado todo el día allí metida, con la mirada en las hojas blancas sesgadas por aquellas líneas incomprensibles y luminosas, y que ya era la tarde. Era como si el libro le hubiera robado la jornada, como si el tiempo se hubiera escurrido por entre aquellos enigmas. Pero el sol estaba donde estaba y el Eleuterio había regresado; ella no había preparado nada de comer y tampoco tenía una excusa que lo justificara, sintiendo vergüenza si le confesaba cómo había pasado el día. Así que le mintió, por primera vez en su vida, y le contó que estaba mal de las tripas y que había pasado la jornada entre la letrina y el lecho, seguramente por algo que habría comido el día anterior. Eleuterio se compadeció de ella y le dijo que regresara a la cama, que él se apañaría con cualquier cosa. Y fue lo que ella hizo.

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